EL CRIMEN DEL CANAL

 

EL CRIMEN DEL CANAL

 

Cuando Jacinto Peñalba encontró el cadáver de Faustino el Del Canal grotescamente arrojado entre las zarzas, con las extremidades descoyuntadas y el cuello vuelto del revés, lo menos que pensó fue que se lo tenía merecido, aunque salve guarda que eso jamás lo diría en público.

 Faustino el Del Canal era un buen hombre querido por el pueblo, un poco retrasado mental al decir de algunos, aunque no tanto para que pudieras engañarle, pero sí muy raro y que no tenía la misma mente que tenemos todos. No estaba loco ni era tonto, sino que sólo lo parecía, pero todo el mundo lo tomaba por eso y a él le daba igual y se dejaba llevar por propia conveniencia. Pero Jacinto conocía muy bien a Faustino de toda la vida y sabía qué clase de sabandija podía ser algunas veces, probablemente de lo raro que era. 

Recordó que un día se lo encontró de noche regresando del campo con todo el rostro resbalándole sangre hasta la camisa y un cuchillo en la mano. Con su sonrisa forzada por un aire que le dio una vez y lo dejó con las mejillas contraídas hacia arriba, Faustino dijo que ya tenía ganas de echar un trago y que acababa de beberse un cerdo. Las pupilas le brillaron de regusto al decir eso. 

Jacinto Peñalba se quedó estupefacto, impactado, sin saber qué hacer ni qué decir ni cómo interpretar lo que Faustino le había dicho. Sus ojos no perdían de vista el cuchillo manchado de sangre. Luego Faustino se explicó. Había matado un cerdo de don Apolonio, el de la finca de al lado, y se lo había bebido. Quería decir que le clavó el cuchillo en la yugular al cochino y cuando el cerdo ya estaba débil para revolverse, puso su boca en el agujero para beber su última sangre. 

Jacinto se horrorizó de aquella imagen y del sangriento aspecto que presentaba el Del Canal. Prácticamente salió corriendo de allí y lo dejó solo con su regusto a sangre. Pero nunca más volvió a hablar de aquello con nadie, ni siquiera con su esposa. Le había cogido miedo a Faustino y no sabía por donde le podía volver a salir. Prefirió mantenerse lo más apartado posible. Para el pueblo seguía siendo el simpático Faustino, muy gracioso algunas veces, al que todo el mundo apreciaba y le tenía un poco de lástima.

Pero allí estaba ahora, descoyuntado y revuelto de mala manera, a saber por quién y por qué. Jacinto no volvió a mirar el cadáver sino que se echó a un lado para no tocar nada y siguió caminando de vuelta a casa. A nadie le diría que lo había visto, ni siquiera a su esposa. Ojalá se lo comieran los buitres y no lo encontrara nadie.

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