Tiempos

 

 

Tiempos malos

 

   “Son malos tiempos”, se dijo Javier mientras maquinalmente apagaba el cigarrillo que acababa de encender. Todo el mundo lo decía y algunos encontraban consuelo en esa pobre explicación. Hasta el afán creador estaba por los suelos. La moral cambiaba sus valores tan rápida como imperceptiblemente. Para los viejos creadores resultaba inútil pensar; no existía crisis, sino decadencia. Algo estaba emergiendo por el horizonte, pero resultaba horrible a la vista. Daba pavor contemplar cómo aquí y allá las gentes se preparaban para sobrevivir duramente o, en el peor de los casos, para morir con dignidad. La gran hecatombe nuclear estaba en marcha, algunos ni siquiera se habían enterado, otros la maquinaban en la sombra y en virtud de bajos intereses. Todos, sin embargo, comenzaban a sentir el helado frío en sus cuerpos.


  
En medio de todo esto, Javier, que veía con certeza nítida el futuro inmediato, tenía a su pesar otras preocupaciones. Para él los tiempos eran malos porque su mujer lo acababa de dejar. En una de tantas trifulcas por cualquier nimiedad, Elena dijo que ya no aguantaba más y lo dejó con la palabra en la boca. Y si Elena se iba de casa es que la cosa no era tan sencilla. Mucho debían trabajar ahora para que las cosas volvieran a su cauce, y lo peor es que ni siquiera estaba seguro en ese momento de si merecería la pena intentarlo. Volvió a encender otro cigarrillo y se preguntó qué haría ahora. “Quizás sea bueno un poco de soledad y de vida bohemia”; se consoló. No cabe duda de que podría disfrutar a sus anchas de su libertad recién adquirida, pero Javier estaba seguro que acabaría hartándose. No era solitario de un natural, sino a veces por evasión, casi más todavía por travesura, pero necesitaba a Elena. Había llegado a centrar su vida en ella casi sin darse cuenta, la había amado, se había entregado por entero, había llegado a olvidarse hasta del tiempo que vivía. Faltarle ahora Elena era como si le faltara el aire, y sin embargo la dejó ir.

    Lo mismo que ella, también Javier estaba al límite. Era hermoso el amor, pero agotador. Tras de cada asalto las fuerzas disminuían y el entendimiento se deterioraba. Hombre y mujer no han nacido para entenderse, desde luego, pero el anhelo de ser feliz en estos tiempos de miseria de ilusiones hacía precipitarse las cosas. Se perdía la paciencia con relativa facilidad. Sobrevenían las disputas, más que todo, por tonterías fuera de control. La dejó ir, en fin, encogido como un gusano, temeroso de volver a alargarse y encontrarse fuera de sus límites.

 

   En otro punto de la ciudad, una mujer de ojos enrojecidos cargaba pesadamente su equipaje y se dirigía a las ventanillas de la estación. Lo hacía despacio, como si no lo acabara de creer, dudosa de la realidad que vivía. Hubiera deseado tardar un siglo en llegar a la ventanilla, y otro siglo más en coger el tren que la sacaría de Barcelona. Esperaba ardientemente que todo se convertiría en un simple amago, que Javier volviera para rescatarla de su soledad. “Si de verdad me quiere no dejará que me vaya”, se decía Elena. Pero alguna voz de su interior le decía que él no vendría. Sus ojos, sin embargo, escrutaban anhelantes los rostros de las personas que iban llegando al andén. Antes siquiera de traspasar los umbrales ya ella había adivinado de quien se trataba. Un viajante, algún soldado, una señora con su prole. Inesperadamente un acceso de llanto incontrolable la inundó y refugió su pudor en los servicios de señora. La megafonía de la estación la advirtió que disponía de cinco minutos para subir al tren, y todavía, desde la ventanilla del vagón, esperó inútilmente la llegada de Javier.

    Finalmente la ciudad se convirtió en una neblina de luces sin brillo que acabó perdiéndose en la oscuridad.

    Fue un viaje agotador, doloroso. Tuvo tiempo de pensar y de serenarse. Comprendió lo definitivo de su acto y que una parte de ella había muerto para siempre. Ya no volvería a confiar en él tan ciegamente, ya no podría entregarse tan sin reservas. Dudaba incluso de si volverían a encontrarse y vivir juntos. Habían arruinado oportunidades preciosas de entenderse para siempre, “por culpa de nadie”; pensó Elena. Faltaba equilibrio entre su naturaleza instintiva e irracional, y la serena y apacible de Javier. Una canción de moda le vino de imprevisto a la memoria, “ay, amor de hombre, que estás haciéndome llorar una vez más”: ¿Cómo podría ella expresar lo que sentía, tan profundo que se resistía a las palabras? Su desgarro interior la empujaba a llorar sin freno, mas se contenía por vergüenza. Dos monjitas y un extranjero cargado de mochilas compartían su departamento. El tren tecleaba entre los raíles de una manera monótona que invitaba al sueño. Trató de dormir y hacer más corto el viaje, pero no lo consiguió. En vez de eso salió al pasillo exterior y dejó entrar el aire frío por su cuerpo. Allí, asomada a la ventanilla en absoluta soledad, mirando la noche sin luna, sintió ella también el miedo de la muerte, el vacío de la vida sin amor, la frustración del fracaso. “Son malos tiempos”, se dijo y pensó que quizás Javier tenía razón. Todo era cosa de los astros.

    El teléfono sonó impertinente durante un buen rato. Javier lo oyó como en sueños, ajeno de sí mismo, y lamentando no haberlo desconectado a tiempo. En su malhumor pensó incluso mandar a paseo a quien quiera que fuese, mas sospechando que podía ser Elena se contuvo y descolgó el teléfono. “Sí, dígame”. “Oye,…Javier”. Una tímida voz femenina lo llamaba desde el otro lado. Javier la conoció en el acto. “Sí, soy yo, ¿cómo estás?”. “Regular, ¿y tú?”. La voz de Javier sonaba ronca al otro lado del teléfono. Elena apenas la reconocía. Su tono seco y cortante la dejaba indefensa y sin saber reaccionar. Siguió una conversación cortés y anodina, preguntas rituales, recuerdos a la familia y amables consejos, “cuídate bien. Hasta otra, un abrazo. Adiós, adiós”. El malhumor de Javier se acrecentó. Cuatro días hacía que Elena lo abandonó y todo ese tiempo había vivido en el más absoluto desarreglo. Quería convencerse que todo aquello no iba a durar mucho, que Elena volvería pronto a su lado. Pero a medida que pasaban las horas y los días se abrió paso en Javier la idea de que la separación podía ser definitiva. Cuatro días sin tener noticias de ella, cuatro días de olvido de sí mismo, de total enajenación, de lucha contra el recuerdo, de voluntad de sobrevivir frente al deseo de morir que sentía nacer de su desencanto. “Todo al fin no es para tanto”, se decía Javier, “después de todo no soy el único que vive esta situación”. Su mente analítica trabajaba sin cesar, buscando razones y asideros, encontrando ocupaciones, soñando oportunidades. Ahora, de una vez, se volvía a estropear todo. La voz de Elena no sólo le llegaba desde la distancia en el espacio, también sus espíritus se habían distanciado. Algo irreversible había cambiado entre ellos, la pasión había cedido anta la fingida indiferencia. El temor al engaño y al dolor era más fuerte que el impulso de la entrega.

     El teléfono sonó nuevamente. Javier lo dejó sonar un rato antes de descolgar. “Sí, dígame”. “Ey, Javier, ¿qué pasa, hombre, cómo estás?”. “Yo bien, ¿y tú?”, contestó sin acabar de conocer a su interlocutor. “Bien, hombre, bien. Debes venir esta tarde a casa. Hacemos una reunión y encontrarás gente que te encantará. No faltes eh”. Javier reconoció a Sánchez, un aprendiz de músico con el que a menudo coincidía en el Conservatorio. No, no faltaría, después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer ya? Había andado demasiado por las calles, había visto demasiada televisión, había agotado todos los recursos que le permitía su soledad. Se sentía, empero, vacío y deprimido, sin fe en nada, y dudaba que alguien que no fuera Elena lograra volver a encantarle. Alguna vez sintió el impulso de llamarla, de pedirla que volviera, pero sabía que sería inútil, que debía ser ella quien decidiera volver. Debía dejarla libre, y él debía tragarse su independencia y su soledad. “Son malos tiempos”; se volvió a decir, mientras recordaba los últimos titulares sobre el rearme aparecido en la prensa.

     A muchos kilómetros de allí, Elena aún seguía pegada al teléfono incrédula y apenada. Había tenido la esperanza de que con aquella llamada todo se resolvería, pero la frustración no había hecho más que aumentar. Tanto esfuerzo baldío, tanto esperar y desear, todo había quedado en nada ante la realidad de un encuentro desconocido. Durante cuatro días había esperado febrilmente la llamada de Javier, hubiera deseado ser nuevamente raptada por él, como aquella vez que lo vio emerger de la nada y se sintió llevada al paraíso. Pero un silencio de cementerio rodeaba el sitio en que vivía. Allí no ocurría nada, nada la estremecía. Sólo los gritos descompasados de su madre, y sus preguntas insidiosas, la irritaban. Cuatro días de vacilaciones, de inquietud, de ignorancia. “¿Qué estará haciendo?, ¿por qué no me llama?”.  Cuando al fin comprendió que Javier no la llamaría se armó de valor y tomó el teléfono. Javier de repente se le tornó desconocido. En sólo cuatro días que no estaba con él ya había perdido las referencias, no supo qué decirle y colgó con un amarguísimo sabor de boca. ¿Qué había pasado? Quizás hubiera sido mejor escribirle una carta, siempre podría expresarse mejor, ¿quién sabe? Como de pasada oyó las noticias de la radio. Según un general de la OTAN, la tercera guerra mundial era inevitable. El Pacto de Varsovia estaba reunido en Praga. Un satélite nuclear iba a caer sobre la Tierra. ¡Oh Dios!, cuánto desenfreno.

    Cuando Javier llegó a casa de Sánchez, la reunión estaba en su apogeo. Allí se encontraba toda clase de gente variopinta. Desde el mismo Sánchez, aprendiz de músico con fortuna, que al mismo tiempo era empleado de banca, hasta don Max II, caricatura burlesca del personaje de Valle Inclán, pasando por Martínez, dibujante de comic y sin dejar atrás a Pierre Ladoux, un francés con pretensiones filosóficas. Cómo podía reunirse esta gente era algo que Javier no supo nunca. Tampoco entendía por qué razón lo invitaban a él, ni que tenía que aportar a la reunión. Pero no cabía duda que las reuniones resultaban amenas y agradables. Había bebidas y cosas para picar, rigurosamente pagado entre todos, y el lugar era cómodo y acogedor.

    Enseguida que llegó Javier varió el tema de tertulia y de la influencia de la música en la medicina se pasó a discutir sobre el peligro de una guerra nuclear. Javier captó la ironía, pero permaneció callado. A lo largo de las pocas veces que había asistido a la tertulia se había hecho acreedor de una fama de advenedizo, él era el personaje catastrófico que infundía escepticismo en la conversación. Su horizonte era tan ilimitado como el de todos los demás, pero él presentía el peligro real, y estaba convencido, a su pesar, que la crisis actual podría tener un desenlace bélico en el que las armas atómicas arrasaran el mundo. Era una conclusión íntima, más bien un íntimo temor, compartido raramente, y en el fondo le molestaba que todo aquello sirviera para discutir banalmente y sin sentido.

    Don Max II, azuzándose la barba y adoptando una pose estudiada, argüía que la belleza clásica estaba viéndose alterada por lo que él llamaba la impudicia del poder. Sostenía que el equilibrio del terror generaba el terror al equilibrio. En esas condiciones el artista desequilibrado no expresaba su estado buscando la belleza al modo clásico, sino que se escondía en su propio terror y lo cuadriculaba. Además añadía, como si le pareciera poco, que el hombre tardaría al menos un siglo en volver a los antiguos conceptos.

    En ese punto intervino el francés aduciendo que un Renacimiento en la Era Electrónica era impensable. Se había producido una auténtica revolución con los medios de masas y el paso adelante dado por el hombre eran tan inconmensurable que la Humanidad entera podría verse en la disyuntiva de recrearse a sí misma y a la Naturaleza, valiéndose de la técnica, de modo que Dios ya no fuera necesario, “como efectivamente ya está ocurriendo”, apostilló.

   Alguien más, que Javier no conocía, añadió que como en la Edad Media y el encuentro con América, se estaban creando las condiciones precisas para un encuentro con civilizaciones extra-planetarias. Los medios de comunicación aunaban criterios y culturas enteras, así la Humanidad alcanzaría cohesión y estaría lista para soportar el choque. 

    “Está visto que los desvaríos, dichos con elegancia, provocan murmullos de admiración”; se dijo Javier, que permanecía en silencio y despreocupado de lo que allí se decía. Había tomado un vaso de vino y se había acercado un poco más a la estufa. Tenía la sensación de ser un perro callejero acogido durante un rato y al que se le ofrecía compasivamente calor y comida. Se sentía bien rodeado de aquellos hombres extraños, que discutían como si realmente estuvieran arreglando el mundo, y hasta se llegó a olvidar de Elena y de la soledad en que se encontraba.

    Poco habría de durarle, sin embargo, esta tranquilidad, pues Sánchez, que era quien mejor lo conocía, siguió insistiéndole con la guerra nuclear y acabó pidiéndole que hablara. Con una sonrisa sospechosa, advirtió a los presentes que Javier era un ser de extraordinaria intuición al que se le debía de tener en cuenta sus dotes de futurólogo. Javier se mostraba remiso. No tenía ánimo ni claridad mental. Finalmente habló y su voz sonó queda y preocupada para todos los oyentes.

     “En estos momentos, aunque todavía no lo parezca, ya se ha traspasado el umbral tras el cual el hombre pierde el control sobre la guerra y es la misma guerra la que maneja al hombre. Los tiempos, desgraciadamente, son ahora más propicios para el choque de fuerzas antagónicos que para el diálogo. Cada bloque, por su parte, se ha venido preparando para este choque y es llegado el momento de que la Humanidad, como algunos árboles en invierno, se vea podada sin piedad. La segunda guerra mundial fue un juego de niños comparada con la que se avecina. No sólo desaparecerán naciones enteras, todos los mapas se verán alterados, y cuando la guerra concluya, la dualidad de fuerzas habrá desaparecido del planeta y una exigua y débil unidad emergerá por el horizonte. Este poder único aglutinará a todas las fuerzas que hayan sobrevivido y la prehistoria de la Humanidad habrá terminado. La Humanidad será, entonces, un ser completo, con una sola cabeza y un sólo corazón. Lo que nadie sabe es cuánto costará”.

    “Hombre, Javier, lo pintas de una manera… ¿Habrá otras alternativas, no?”, preguntó Martínez, el dibujante de comic. “Sí, hay otra”; contestó Javier, “la destrucción total y sistemática de todos los logros de la técnica, la destrucción de la civilización, y un retorno a la prehistoria de los pueblos. Pero eso es todavía más indeseable”.

    Unos segundos de silencio siguieron a sus palabras. Javier se sintió incómodo. Había hablado demasiado y ahora había acaparado toda la atención. Quiso quitar importancia a lo dicho y añadió que en cualquier caso sólo se trataba de una visión particular, que todavía las había más apocalípticas y destructoras. “No, si eso ya lo sabemos”, comentó don Max II con una sonrisa.

    La charla continuó hasta bien tarde. En un momento dado Javier se excusó y quedó con Sánchez para verse en el Conservatorio. Saludó a los demás y salió al aire frío de la noche. Afuera seguía la luna nueva y el cielo aparecía estrellado. Observando el refulgir de la bóveda celeste un último pensamiento asaltó a Javier: “Sí, posiblemente Marte sea el causante de todo”:

    Pasaron dos semanas más en las que Javier hubo de acomodarse a su nueva vida. El trabajo, las clases del Conservatorio y las minucias de la vida cotidiana eran su único refugio, pero seguía sintiéndose incompleto. Había recibido carta de Elena, una carta tierna y sincera en la que no le decía nada de volver. El piso le parecía un inmenso desierto, todo le seguía hablando de ella. Alguna noche no pudo conciliar el sueño y la soledad le volvía irritable. ¿Que llama de ilusión podía encenderse ahora? Tomó papel y escribió una larga carta. Dejó entrever sus sentimientos y lloró sobre el papel sus tristezas. Su mundo se derrumbaba poco a poco, necesitaba su amor y su compañía, anhelaba sus caricias, su trémula voz pidiéndole amor, el ir cogidos de la mano hacia la eternidad. Todo era distinto sin ella. Qué poesía no había en sus silencios, en sus sonrisas entreveradas, en sus gestos delicados. Cómo los añoraba. No le pidió abiertamente que volviera, no se atrevía. Se dejó llevar por la añoranza y el recuerdo, se vació de amor, y terminó la carta con un adiós seco y distante. Después se quedó dormido.

    Cuatro semanas después de haberse marchado, Elena volvió al hogar. Sabía que Javier no estaría, pero lo prefirió así. Tampoco lo había avisado, sería una sorpresa. Llegaba alborozada, feliz y contenta. Una buena nueva la había transformado. Un fruto delicado, algo sagrado, maduraba en su vientre. El milagro de la vida había anidado en su interior. Pronto podría dar un hijo a Javier. Todo un nuevo futuro se le prometía, de golpe se le fueron los últimos recuerdos amargos. Habría algo por lo qué luchar, una nueva ley, más allá de ellos, dictaría las reglas, tendrían derecho a esperar felicidad. Sólo una nube oscurecía todavía la dicha de Elena, ¿cómo lo tomaría Javier? Se inquietaba cuando pensaba en eso, “los hombres son tan raros”, pero terminó desechando las preocupaciones con un mohín de desenfadada indiferencia. Inspeccionó el piso y se alarmó ante tanta muestra de abandono. Empezó a deshacer las maletas, pero no pudo terminar. Un ataque de impaciencia repentina la llevó hacia el teléfono y la hizo descolgar y marcar un número. Al otro lado del hilo telefónico la voz de Javier la sobresaltó y dio un respingo como si hubiera sido cogida en falta. “¿Javier?, soy yo, Elena”, pudo decir. Algo en su garganta la impedía hablar con libertad. Balbuceó un poco hasta que pudo decir que había vuelto, que estaba en casa esperándole, que, en fin, “tenían que hablar…”

     Algunos meses después la noticia saltó a la calle con fulgurante rapidez. Todos los medios de comunicación no hablaban de otra cosa. Desde la madrugada las ciudades y los cuarteles estaban en estado de máxima alerta. La tercera guerra mundial podía comenzar en cualquier momento. Los Gobiernos de los Estados aguardaban expectantes el resultado de las últimas conversaciones. Dos satélites espías habían sido abatidos en el espacio y la gravedad del hecho no podía quedar sin represalias. Las armas estaban prestas, el mundo tenso, todo podía esperarse ya.

    Ajena a la tragedia, Elena no podía sospechar que el semblante preocupado de Javier se debiera a otra cosa que a sus dolores de parto. Habían comenzado la noche anterior y Javier pensó que era hora de llevarla al hospital. Compró algún periódico para acompañar la espera y se alarmó ante los titulares de la edición extraordinaria. Los gemidos de Elena lo acompañaban sin cesar, intermitentemente. El médico los tranquilizó, “todo va bien, falta muy poco, tranquilícense. Será un niño precioso”. Elena sonreía. Javier en cambio, se debatía entre sentimientos contrapuestos. Su corazón oscilaba entre el miedo y la esperanza. Vida y muerte, creación y destrucción, felicidad y dolor, “en qué momento va a venir, Dios mío, cuando todo en el mundo se prepara para destruir”.

    Elena seguía sonriendo, dolorida y dichosa. Ajena a todo consumía las últimas horas alimentando proyectos e imaginando ilusiones. Para ella su hijo nacería inmortal.