Cuando el aire tiembla

  

 

Relato poético de un reencuentro de amor

CUANDO EL AIRE TIEMBLA

El tiempo brotó como por ensalmo

aquella imprevista mañana luminosa

que la megafonía te advirtió solemne:

“Estación Central. Fin de Viaje”.

 

Todavía tenías los ojos cerrados, pero ya adivinabas

el trajín que soliviantaría tu alma escondida y rezagada:

el equipaje, la muchedumbre, el taxi, el hotel,

y un sinfín de nuevas máscaras impostoras

que llenarían de repente tu persona.

 

Yo apenas te supuse tras las medias cortinas de tu ventanilla,

pero te sabía allí, recogida todavía en otro tiempo, en otro viaje sin raíles,

mientras lentamente dejarías que el mundo te invadiera.

 

Esperaste quieta que el tiempo se asentara en su forma nueva

y el tren se tornara como muerto, silencioso y quedo.

Poco a poco el andén se fue llenando y vaciando

de maletas y seres presurosos. Después, la calma.

 

Al fin erguiste tu figura y tus ojos asomaron fugaces tras el cristal

como acechando todavía inciertos peligros.

Entonces,  por un instante sorprendidos,

tus ojos destellaron al cruzarse con los míos.

¡Oh!, sí, claro que  me recordabas

y la luz breve de tus ojos me dijo más

que toda tu expresión ausente

que enseguida la convención te impuso dominante.

 

Allí estaba yo, en el andén ya solitario,

con mi ramo de rosas y semblante de otra época,

esperando darte la bienvenida

y volver a amarte como entonces.

 

No venías por mí, ya lo sabía; que era sólo trabajo, leí.

Pero aunque no me esperaras y quizás ya no tuvieras

abierto el corazón como de ayer te recordaba,

a pesar de todo mi espíritu soñaba

fundirse en tu alma como otrora,

y saber de ti,

y también saber de mí a través de ti.


 

Te demoraste mucho en bajar del vagón; aún dudabas,

como buscando un tiempo imposible

de un acuerdo no creado todavía,

algún resguardo momentáneo

para aquel encuentro no escrito.

 

Pero sabías que tenías que enfrentarme

como yo había decidido enfrentarte

y que nuestras líneas se cruzaran de nuevo.

 

Por fin bajaste y quedaste frente a mí, erguida y firme,

hermosa y elegante como una reina en su esplendor.

Yo me acerqué a ti y ofrecí un beso puro a tu mejilla.

“Bienvenida”, te dije, mientras mi corazón buscaba tembloroso

con ansiedad oculta el tuyo furtivo y encogido.

Tú sonreíste luego y me tomaste cálidamente la mano,

“¿Qué haces aquí?”, preguntaste al acaso,

no queriendo todavía recuperar aquellos años del pasado

ni aún la separación inesperada, ni el dolor, ni el placer antiguo.

Preguntabas por necesidad sola

por dejar que las palabras ocultaran el torbellino

que mi presencia te causaba,

y aquel beso puro recibido en la mejilla,

y mis rosas, que sabías tuyas.

 

Después lo hablamos todo. El mundo pareció detenerse

mientras nuestros corazones se abrían contenidos

fluyendo hacia un pasado que ya no parecía pertenecernos.

 

 

 

 


Como en libro no callado,

tú la escena imaginabas

que en tu mente dibujaba

mi relato del pasado.

 

Te hablé de mi viaje,

repentino y obligado,

y cómo fui secuestrado

cuatro años de mi vida,

en guerra ajena gastados

teniendo la mía perdida.

 

Me llevaron cierta noche

siendo ya la madrugada

cuatro hombres en un coche

bajo vida amenazada.


En tierra extraña luchó

mi alma desventurada

que todo lo resistió

porque estaba enamorada.

 

Te hablé de mis experiencias,

mis batallas y mis heridas,

de cómo te recordaba

en mi ausencia no querida,

y, por fin, de mi regreso

a esta ciudad vacía

buscando  imposible el beso,

de tu alma con la mía.

 

Yo te vi gesto intrigado

y tu pregunta adivinaba,

¿una carta?, ¿una llamada?,

¿tanto tiempo callado?

Mis ojos te contestaron

mostrando lo que sentían:

no tuve manera alguna

de decir que te quería.

 

                 

 

Después te tocó a ti

declararme tus heridas,

para que mi mente oyera

lo que tu corazón sentía.

 

Un día te despertaste

en una cama vacía

con el olor de mi cuerpo

entre las sábanas frías.

 

Esperaste mi regreso

como se espera la vida,

como se quiere un te quiero,

como se ama en porfía.

 

Sin saber qué había ocurrido

ni admitirlo por cierto

los días pasaron lentos

sin tener noticias mías.


Tres años largos duró

vivir en aquel desierto,

para que tu alma admitiera

que quizás yo hubiera muerto

porque tu corazón ya estaba

vacío y seco por dentro.

 

Antes de morir de tristeza

preferiste el destierro

y lejos marchaste un día

buscando nuevo comienzo

donde tu alma quisiera

rellenar todos sus huecos.

 

Con el tiempo el olvido

te trajo recuerdos nuevos

y la nostalgia de ayer

pareció irse muy lejos,

de modo que un día feliz,

-decías muy claro y muy cierto-,

un nuevo amor te ofreció

lo que darte ahora no puedo,

y aunque me dolió escucharlo

lo aceptaste libre y pleno,

y que estás casada, te oí,

y que eres feliz, te siento,

y que ya soy sólo bruma

de tu pasado incierto.

 

Ahora te veo, me dices,

con querido sentimiento,

con felicidad alegre

de saberme ya no muerto.

Y que seas feliz, terminas,

devolviendo casto beso,

pero lo que en verdad decías

es que el pasado no ha vuelto,

pues si tan lejos se fue

no tiene nuevo regreso.

 

 

 

Un hondo silencio se hizo entonces

y el mundo se me tornó repentino

en presente seco de soledad y piedra,

sintiendo hondo el duro escalofrío

del temblor de aire que estremece,

temblando también todo mi cuerpo.

 

Ya no estábamos en el andén sino saliendo de la estación,

entre el gentío y el ruido y los trajines que temías.

Yo llevaba tu equipaje y tú me llevabas a mí, resuelta y decidida,

hasta la concurrida parada de taxis anunciada

con tu ramo de rosas como última ofrenda mía.

 

Allí nos dijimos adiós con los ojos

hablando distintos sentimientos;

nuestras manos apenas rozaban

en el aire tímidas los cuerpos,

y otro beso en la mejilla sellaba

nuestro adiós distante y cierto.

 

Cumplió en ti el tiempo su destino;

borró imágenes, estatuas y superfluas figuras,

mas yo, memoria sola, andante y peregrina,

de vuelta iba cumpliendo con mi vida

aquel no hacer de mi tiempo ido.

Principal