SIN SALIDA

 

SIN SALIDA

Felipe Valdivia salió de la habitación dando un portazo como huyendo del infierno mismo que sentía quemarle el pecho y la garganta. Estaba furioso e iracundo, pero por encima de eso estaba asustado de un miedo indefinible al cual no sabía darle otra salida. Su esposa era imposible. No podía con ella. Tenía que huir, pero no sabía cómo ni a dónde. Así que quiso que el portazo sonara definitivo e inapelable. Bajó las escaleras corriendo, saltando peldaños de dos en dos y tres en tres, a punto de caerse al doblar peligrosamente el recodo de medio camino, lanzando rápido la mano hacia la barandilla y sujetándose un momento con ella.

Necesitaba urgentemente alejarse de allí, poner distancia entre él y aquellos ojos burlones destilando desprecio. ¿Cómo podía haberla amado antes? ¿Y cómo habían llegado a esa situación? 

Salió a la calle y enfiló el camino de salida del pueblo para llegar a donde los cuervos, un lugar de eucaliptos donde solían encontrarse bandadas de pájaros negros que a la tarde no paraban de graznar. Era una caminata de un kilómetro a lo largo de un sendero estrecho apenas marcado entre la hierba. Felipe lo descubrió un día parecido al de hoy, también fuera de sí huyendo de su destino, y desde entonces lo tomó como algo suyo, su lugar, su sitio predilecto en aquel pueblo remoto y desconocido. Sólo era caminarlo y Felipe sentía que comenzaba a serenarse, tal era la placidez que el paisaje le contagiaba. Incluso le gustaban los graznidos de los cuervos, que parecían aumentar con su presencia y a Felipe Valdivia le gustaba pensar que era que los cuervos se alegraban de verlo y por eso su alboroto.

Aquel día, sin embargo, Felipe apenas se entretuvo un momento sobre el tronco talado que le servía de asiento entre los altos eucaliptos. Decidió seguir caminando el sendero, aunque no sabía adónde lo llevaba, pero no se sentía para contemplaciones. Necesitaba caminar y encontrar una salida y tendría que ser en algún sitio nuevo. Miró al cielo para averiguar cuánto quedaba de luz. Una hora sería más que suficiente. Y eso fue lo que Valdivia caminó por aquel sendero sin llegar a ninguna parte, antes de que decidiera dar la vuelta porque ya empezaba a oscurecer y le llegó el resquemor de lo que fuera a hacer Mariela en su ausencia. Era tan imprevisible. No podía vivir con esa incertidumbre tan cerca de él. Pero tampoco tan lejos en estos momentos. Tomó el camino de vuelta casi tan apresurado como el de ida, esperando y deseando encontrarla bien y que ella estuviera anhelando su vuelta. Ojalá que todo volviera a ser como al principio antes de llegar a aquel pueblo desgraciado, cuando estar juntos era toda una fiesta y una felicidad intensa sin esfuerzo, cuando se sentían tan enamorados. ¿Qué había pasado?

Cuando Felipe Valdivia abrió la puerta del apartamento se extrañó que el televisor estuviera apagado. Lo había dejado encendido. Casi siempre lo estaba en aquel apartamento donde se sentían tan solos. Esta vez Mariela Cortez había decidido apagarlo, vaya uno a saber por qué razón. Pero además del extraño silencio, Valdivia observó algo que le alarmó hasta todo lo que dio de sí su ya maltrecho y deshilachado estado de nervios. La puerta del baño estaba entreabierta pero por el suelo, desparramadas de manera errática, aparecían varias pastillas y un bote vacío de antibióticos. El tapón se encontraba más lejos como si hubiera sido arrojado adrede y Felipe creyó intuir que también con furia. Tardó un segundo en comprender horrorizado que aquel desorden no era casual, sino los signos de una tragedia mayor que estaba por descubrir. 

Corrió hacia el cuarto de baño y antes siquiera de llegar al umbral descubrió a su esposa desmadejada en el suelo, en una postura inverosímil, con los ojos cerrados y un hilillo de espuma blanca resbalándole de la comisura de los labios. “¡Ay, Dios mío!”, dijo Felipe y cerró los puños contra su pecho. “¿Qué has hecho, Mariela?” Se agachó apresurado para tomarle la cabeza y que no reposara sobre las frías baldosas. Acercó su rostro y su nariz a la boca de su esposa buscando algún aliento de vida, pero lo encontró en su pecho, que muy tenuemente se movía desplazando ligeramente el escote de su blusa. Su esposa vivía, pero estaba completamente exánime e inconsciente. Felipe le subió los párpados intentando que aquellos ojos antes burlones y despectivos le dieran alguna esperanza, pero lo que vio lo hundió más en la misma negrura de inquietud. Mariela tenía los ojos completamente en blanco, con las pupilas girándoles al acaso sin control, como si cayeran en una espiral sin fondo. Entonces descubrió los otros botes de pastillas y los preparados con las cápsulas vacías. Supo de inmediato lo que tenía que hacer y lo hizo sin perder un segundo. Tomó a su esposa con delicadeza y llevó su cabeza hasta la boca del retrete. Le abrió la boca e introdujo sus dedos índice y anular hasta más allá de sus amígdalas. Mariela seguía sin reaccionar. Le dio un golpe seco en la espalda y removió los dedos con más fuerza dentro de su garganta. Unas tímidas arcadas empezaron a corresponder a sus esfuerzos. Felipe siguió removiendo sus dedos sin piedad, llamando a gritos a Mariela para que reaccionara, hasta que una gran arcada dio el aviso de que pronto podría empezar a vomitar, ojalá que todo lo que hubiera tomado.

Unos momentos después de que Mariela vomitara repetidamente todo el contenido de su estómago, con su frente apoyada en una mano de Felipe y su cuerpo a duras penas sostenido por el otro brazo, Mariela quiso hacer algún débil movimiento con su mano para inútilmente tratar de incorporarse, pero su esposo la retuvo cambiando el tono y empezando ahora a susurrarle en voz muy baja para decirle que se tranquilizara, que se pondría bien, que la iba a llevar a la cama y que él estaría con ella todo el tiempo, que nunca volvería a irse y la dejaría sola. La tomó en brazos y la llevó al dormitorio. La besó repetidamente en la frente, los ojos, las mejillas, le rozó apenas los labios sin dejar de susurrarle pidiéndole perdón y recordándole los momentos felices que habían vivido juntos. 

Felipe le había pedido el divorcio apenas unas horas antes, pero ya hablarían de ello más adelante. Ahora lo que importaba era que Mariela volviera a la vida y a la lucidez. Estuvo toda la noche junto a su esposa susurrándole sin parar, ofreciéndole agua para mitigar la fuerza de los tóxicos, acariciándole el rostro, pellizcándole suavemente las pantorrillas, los codos, las mejillas, pidiéndole delicadamente que despertara. Al amanecer llamó a su trabajo. ”Sí, un problema de salud. No, no podré ir hoy a trabajar, ni mañana. Vale, sí, ya recuperaré estos días”.

Dos días completos estuvieron Felipe y Mariela sin salir del dormitorio; apenas alguna breve salida al baño o la cocina rompía la continuidad de los susurros del marido, hasta que Mariela pudo hablar y moverse y recuperarse para el mundo. Los últimos susurros de Felipe ya habían podido ser oídos por Mariela, que comprendió al fin entre las neblinas de su conciencia que a pesar de la ternura que su esposo le mostraba, su petición de divorcio iba a seguir siendo irrevocable. Todo el resto de su vida tendría que vivir con eso.

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