Parque

 

 

 

El Parque


            Muchas veces he intentado adivinar por qué cuando doy algunos de paseos me asaltan esas sensaciones de soledad que me oprimen el pecho y me hacen sentirme pequeño ante la inmensidad del mundo que me rodea. Muchas veces lo he intentado, repito, pero nunca lo he conseguido.

            Aquel día, cuando me encontraba paseando por el parque, de nuevo hicieron presa en mí aquellos pensamientos que de un tiempo a esta parte me atormentaban y me creaban un sentimiento de inferioridad hasta el punto que me sentía empequeñecer conforme me adentraba en mis divagaciones.

            El hombre, ante sí mismo, no es más que un ser racional, que tiene entablada una lucha permanente con su propio yo para conseguir el dominio de su persona, de sus instintos. El hombre, ante el Cosmos, ante el infinito, no es más que una mota ínfima de polvo perdida en los espacios siderales que amenaza por convertirse en la nada, esencia de la no existencia. Yo, personalmente, soy de la opinión de que el mismo hombre es Dios, de que el hombre ha surgido de un proceso evolutivo, pero lleva en su interior algo de sobrenatural, algo que incluso a nosotros mismos, hombres, se nos escapa.

            La naturaleza misma de la vida nos muestra que su existencia se eleva más allá de todo signo de vida humana como tal. El hombre ha evolucionado de animal marino a reptil, de reptil a primate, y de primate a hombre tal como lo concebimos hoy día, pero, ¿qué es el hombre ante todas las galaxias, ante la nuestra propia, ante todo el Universo en su conjunto? Al pensar en la palabra Universo, mis ojos, inconscientemente, dirigieron su mirada al cielo: aquello era Universo.

            Esa palabra producía en mí un sentimiento más acusado de inferioridad, tanto más por cuanto no concebía su verdadero significado. Hoy por hoy, la mayoría de los seres humanos no alcanzábamos a concebir toda su inmensidad. La atribuimos al todo y a la nada, pero no llegamos a comprender hasta qué punto ese todo y esa nada abarca toda la vida existida, existente y por existir.

            Mis pensamientos iban derivando como siempre hacia lo infinito, lo lejano, lo inabarcable para la mente humana. Eché un vistazo a mi alrededor; estaba rodeado de árboles, grandes y fuertes árboles, que se erguían en actitud desafiante. Parecían tener fuerza propia, como si estuvieran esperando pacientemente, a través de los tiempos, el momento justo para alzarse con toda majestuosidad contra los cielos que los retenían. Como si esperaran el día oportuno para liberar esa energía, acumulada durante milenios, y rebelarse contra el celeste opresor. Me gustaba aquel parque. Y sus árboles. Emanaba de él una especie de influjo que me embriagaba y me hacía sentirme a mí también salvaje, primitivo, poderoso.

            Más de una vez se me ha ocurrido pensar que yo soy Dios, que mi espíritu alberga poderes sobrenaturales que pugnan por salir al mundo y girarlo, devolverlo a su origen, a lo verdaderamente puro y natural. Sin embargo, y a pesar que a veces lo sentía, mi consciente se interponía como una barrera infranqueable que impedía el ejercicio de ese poder. Y luego, una vez pasado ese pequeño destello teosófico, volvía de nuevo al estado de mota de polvo ínfima perdida en los espacios siderales. Opté por volver a casa, pues, como siempre, mis pensamientos acababan en una contradicción conmigo mismo, con mi propio ser.

            Al salir del parque e introducirme de nuevo en aquellas bulliciosas calles llenas de gente que se movían incesantemente de un lado para otro, con aquella inexplicable prisa que todos parecían sentir, olvidé por completo mis pensamientos anteriores y me sumergí como elemento activo en esa algarabía de gente y ruido de motor. Sin poder explicármelo, como si me contagiara, también a mí me dio la sensación que tenía prisa por llegar a algún sitio, quizás a casa, y aligeré el paso. En mi camino me encontré con algún amigo del Club que por lo visto también debía llevar prisa pues me saludó con un rápido ademán de la mano y un ¡adios! apresurado que tuvo el poder de influirme a mí de tal manera que repetí el mismo ademán con la mano y dije el mismo ¡adios! apresurado.

            Es curioso cómo la mente humana y el estado de ánimo de una persona es tan adaptable al medio ambiente en que se encuentra. Cuando me hallaba en el parque, rodeado de árboles frondosos y vegetación a veces salvaje, a veces cuidada por la fina mano del jardinero municipal, mi estado de ánimo y mis divagaciones iban encaminadas hacia lo natural, lo salvaje, lo primitivo. Yo, en aquella selva parecida a una isla en pleno océano, pensaba en el hombre como un ente ora infinito ora infinitésimo, pero siempre individual.

            En cambio, cuando me encontraba navegando por aquel océano, rodeado de una pululante masa de seres vivientes, no pensaba en el hombre como ser único, sino como una pequeñísima parte que venía a engrosar ese “todo” que era la masa humana en su conjunto. Y me sumergía en ese conjunto de tal forma que me daba la impresión de perder mi propio yo, que no era yo el que caminaba por aquellas calles, sino que era la gran mayoría la que caminaba por mí. Perdía mi personalidad, mi capacidad de raciocinio, mi subjetividad. Por eso no me gustaban aquellos lugares en que la masa humana estuviera presente.

            Por fin llegué a casa; era un hogar el mío con todas las comodidades que podía ofrecernos la moderna sociedad, pero sin lujos. Siempre que entraba en ella sentía como si me liberara de la opresión que llevaba dentro. Allí no pensaba en el hombre ni como ente individual ni como ente colectivo. Allí, sencillamente, no pensaba en él. Me dirigí directamente a mi despacho; era pequeño, pero espacioso y soleado. Me gustaba el sol cuando entraba por las mañanas a través de la ventana. Sentía una especie de serenidad de espíritu cuando me sentaba ante la mesa y notaba el calor de los rayos solares en mi brazo y en mi hombro. La mesa del despacho era una pieza ya antigua, legado de mi padre, que soportaba incorrupta el paso del tiempo. Encima de ella se encontraban, como siempre, montones de papeles de tan diversa procedencia que a veces yo mismo me volvía loco para clasificarlos. Facturas, escritos, apuntes de tal o cual libro campaban por doquier libremente, desordenadamente. El hecho de verlos así me inspiraba libertad, me sentía libre moviéndome entre esos papeles, en mi mundo, sin que nadie se interfiriera. Mi mujer, -tan atenta ella-, había colocado como todas las mañanas un jarrón colmado de frescas y coloridas flores con las cuales le quitaba al despacho un poco de su aire señorial y le inyectaba savia juvenil. Ella, aún joven, era una mujer que se contentaba con poco. Sensitiva cien por cien, amaba todo lo natural, como yo, y cada vez que hablábamos de lo artificioso de la vida nos complementábamos aún más por cuanto estábamos completamente de acuerdo. Sin embargo a veces me exasperaba su optimismo, su forma de ver la vida tan color de rosa. Cuando en tal o cual detalle la hacía caer en la cuenta que estaba equivocada, nos enzarzábamos en una discusión sin fin porque yo era escéptico por naturaleza, mientras que toda ella era puro optimismo y fe en la vida.

            Pero nos queríamos y nuestra vida matrimonial transcurría por cauces hermosos y apacibles. Eso bastaba.

            Al entrar aquella mañana en el despacho, me sentí animado por un espíritu de trabajo y me dispuse a ordenar todos aquellos papeles para, a continuación, despachar la correspondencia, que aquella mañana no era muy abundante, por cierto. Cuando empecé a revolver entre aquel lío de facturas, apuntes y demás, mis ojos tropezaron con una carta, semiescondida, pero cuya letra impresa me llamó la atención puesto que me recordaba algo familiar. No podía saber qué, pero aquella forma de escribir no me era desconocida del todo. Lleno de curiosidad dejé todo lo demás y mi atención se concentró en aquella carta, en la que presentía algún misterio.

            Al dar la vuelta al sobre y leer el nombre impreso en el remite no pude por menos que dejar escapar una exclamación llena de sorpresa y curiosidad; y no era para menos, ya que el nombre del remitente era mi propio nombre, y, sin embargo, lo consideraba tan absurdo, tan fuera de toda lógica, que no podía creerlo.

            Mi primera idea fue que alguien quería gastarme una broma, de mal gusto, por cierto, pero broma al fin y al cabo, y que no debía darle más importancia de la que realmente tenía. Sin embargo, al observar con detenimiento aquella caligrafía que me era tan familiar, mi asombro fue en aumento cuando pude comprobar que aquellas letras me pertenecían, si bien tenían unos rasgos nerviosos, como de haber sido escritas en momentos de gran excitación, que hizo que no la reconociera al principio.

            No podría describir la emoción que me embargó al llegar a estas conclusiones. Al parecer no había dudas, aquella carta la había escrito yo en algún momento, aunque no pudiera recordar cuál, pero mi razón no alcanzaba a comprender el por qué ni el para qué que me impulsaron a escribirla. Mi mente era un caos; todo mi ser estaba siendo invadido por una sensación de misterio, de temor a lo desconocido, que amenazaba con ahogarme. Rápidamente rasgué el sobre, y, queriendo simular ante mí una serenidad que no sentía, me dispuse a leerla.

            La carta, dirigida a mi consciente, decía así:

 

Querido consciente:

Me dirijo a ti con la esperanza de que me escuches pues yo sólo trato de ayudarte, ya que veo que marchas por un camino que no es el correcto. Sé que últimamente vas todas las mañanas al parque y paseas entre sus árboles mientras piensas en el Hombre, en el Universo y demás misterios que son insondables para la mente humana.

Mi consejo es que dejes de frecuentar ese sitio y acudas más asiduamente al Club, como solías hacer antes, ya que si no lo haces así, tu equilibrio mental  se verá afectado y no tardarás en convertirte en uno de esos seres que todo lo ve en tinieblas, puesto que entre ellas vegeta.

Yo soy tu otro yo, tu subconsciente, y te escribo en sueños ya que son los únicos momentos en que tú me dejas salir a la luz y manifestarme tal como soy. Soy, ni más ni menos, el archivo donde guardas tus más recónditos pensamientos y sensaciones recibidas desde el mismo momento de tu nacimiento hasta ahora.

Cuando piensas en el hombre, en Dios, en la masa humana, creas en mí, tu subconsciente, una energía de excitación que pugna por hacerme salir a la superficie y eso sería tu perdición, ya que entonces te sería revelado todo lo archivado en mí y tu desequilibrio mental sería un hecho, pues no tendrías la suficiente fuerza para soportarlo.

Sin más.

 

            Y seguidamente venía mi propia rúbrica, fuerte, enérgica, y de la que estaba tan orgulloso.

            Una vez leída la carta me quedé tan petrificado que creo que pasaron siglos hasta que volví en mí. Por mi mente fueron pasando todo tipo de conjeturas posibles que pudieran dar una explicación lógica a aquello, pero una tras otra fueron rechazadas. No había lógica ninguna en aquella carta, no podía haberla. Mi cerebro no podía entender que mi propio subconsciente me avisara, mediante una carta, de un peligro inminente de locura. Era algo que se escapaba a todo entendimiento humano. Y sin embargo allí estaba. Que la carta la había escrito yo, no había duda, era mi propia letra. Un tanto desfigurada, sí, pero contrastándola con otros escritos míos tuve que rendirme a la evidencia.

            Tan enfrascado estaba en mis pensamientos que no sentí entrar a mi mujer hasta que la noté a mis espaldas, con sus brazos rodeándome la cintura.

            -¿Te ocurre algo, cariño? Estás pálido.

            ¿Qué si me ocurría algo? Ni yo mismo lo sabía. Era tan fantástico, tan extraordinario, que me absorbía por entero, llegando a perder la noción del tiempo y de lo real. Pensé que no debía contar nada a mi mujer pues lo único que conseguiría sería alarmarla. Ella tampoco me serviría de mucha ayuda pues se quedaría tan perpleja  como yo.

            -No, querida. Estoy bien, quizás cansado del paseo.

            -Pues vamos. La comida está lista.

            ¿La comida? ¡Ah!, sí, la comida. Había olvidado por completo la hora que era. En silencio, la enlacé a mi vez por la cintura y dirigimos nuestros pasos hacia el comedor.

            Mi mujer no era tonta; se dio cuenta rápidamente que algo me pasaba, pero también era discreta, y viendo mis pocas ganas de hablar optó por seguir en silencio. Comí rápida y frugalmente pues mi inquietud interior casi me había quitado el apetito. Mi mujer me observaba atentamente. A veces veía en ella cierto maternalismo que me irritaba. Cuando me notaba preocupado tenía la impresión que se verificaba en ella una transformación de esposa atenta y cariñosa a madre preocupada y vigilante. Y eso me exasperaba.

            Al terminar la comida me disculpé ante ella y me encerré de nuevo en mi despacho. Quería aclarar de una vez por todas mis ideas, si bien me encontraba tan confuso que dudaba mucho lograr algún éxito.

            Cogí de nuevo aquella carta entre mis manos. Me vino otra vez la idea de que quizás todo fuera una broma, ocurrencia de alguien, tal vez del Club, que conocía mis paseos matutinos. Debía ser alguien que conociera muy bien mi letra, algún amigo cercano a mí. Luego, de nuevo volvía a las tinieblas, pues si bien había mucha gente que sabía de mi hábito de pasear, nadie, absolutamente nadie, podía saber en qué pensaba ni qué sensaciones experimentaba. Esa carta sólo podía haberla escrito yo mismo, mi subconsciente, aunque no encontraba motivo alguno ni ocasión que la justificara.

            De acuerdo que mis pensamientos a veces vagaban hacia lo lejano, lo incomprensible, pero mi lógica no acertaba a justificar la existencia de esa energía que empujaba a salir a la luz a mi subconsciente. Quizás en mis arrebatos teosóficos sobre la naturaleza divina del hombre estuviera la raíz del problema. Quizás en mi subconsciente estuviera la esencia de mi naturaleza divina, que pugnaba por salir a la superficie, pero que, cortésmente, avisaba a su enemigo, el consciente, antes de la consumación del peligro.

            Como veía que mi enajenación mental iba en aumento, quise apartar de mí todo tipo de pensamientos excitantes, y buscando algo que me sirviera de distracción, salí de casa y me encaminé al Club.

            Al salir a la calle de nuevo volvieron aquellas sensaciones de despersonalización, de elemento de manada, de que cuando yo me movía entre aquellas calles, alguna célula de aquel ser gigantesco que era la vida humana, se movía entre sus tejidos, tropezando con otras células, y cómo no, saludando a algunas conocidas que pertenecían a su mismo ámbito social, es decir, a su mismo órgano viviente.

            Mis deseos, repito, eran encaminarme al Club en busca de distracción, pero algo guiaba mis pasos, alguna fuerza ejercía su influjo sobre mí que hacía que, en vez de caminar hacia el Club, se dirigieran hacia el parque. Y cuando quise darme cuenta me encontraba de nuevo paseando entre aquella vegetación semisalvaje, extraña mezcla de primitivismo y civilización. En mi paseo iba observando cómo los árboles, erguidos y orgullosos, entrelazaban sus ramas entre sí como pretendiendo demostrar sus deseos de aunar sus fuerzas para luchar contra todo tipo de progreso y civilización que acabaría por destruirlos.

            Era un extraño parque. A veces tenía la impresión que había sido todo mi mundo, que todo mi ser había sido engendrado en él, mientras que su espíritu y el mío eran una misma cosa. Me sentía tan unido a él que más de una vez he sido tentado de querer mantener un diálogo, como si de un ser humano se tratara. Sin embargo, al mirar hacia arriba, hacia las copas de los árboles, y distinguirlas rodeadas de un infinito celeste, me daba cuenta que todo era pura alegoría, que esos árboles no podían tener mi mismo espíritu, ni mucho menos podía achacarles mi naturaleza corporal. El verdadero espíritu estaba allí, en algún punto del todo celeste, dominado todo lo dominable, abarcando todo lo abarcable. Pero ese pensamiento permanecía en mí mientras mi mirada se perdía en aquel inmenso cielo. Luego, cuando volvía la vista hacia esas ramas entrelazadas, hermanadas, de nuevo sentía aquel sentimiento de compenetración con todo el parque en sí. Era como si me considerara hijo suyo y el mirar hacia arriba fuera un pequeño gesto de rebeldía, de intento de emancipación.

            De repente, inesperadamente, me acordé de la carta y de su advertencia, e impulsado por algo que ni yo mismo supe qué era, en mi más recóndita intimidad pedí a la naturaleza viva, a las fuerzas primitivas, al parque en suma, que me aclarara aquel misterio que hacía aumentar aún más mis ansiedades. No sé con qué secretas esperanzas invoqué al inexistente espíritu natural que entrara en mí. No sé qué me impulsó a ello, quizá fuera mi exaltada excitación mental, que había ido en aumento conforme me adentraba en mis divagaciones.

            El caso es que, casi simultáneamente, sentí una leve contracción en todo mi cuerpo y a partir de ahí sentí en mi cerebro un vacío total, como si me hubieran borrado toda huella de saber. Me sentía como un robot al que poco a poco le fuesen aflojando todos sus mecanismos y caí al suelo, sin fuerzas ya, desvanecido.

 

 

            Cuando volví en mí me encontraba en una habitación cuyas paredes estaban pintadas de blanco. El sol penetraba a raudales por la ventana. Confusamente distinguía ante mí personas moviéndose, así como murmullos de conversación. Cuando mis retinas comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad, observé con detenimiento todo lo que había a mi alrededor. A mi izquierda estaba mi mujer; parecía mucho más vieja de lo que yo sabía que era en realidad. No comprendía cómo pudo desmejorarse tanto en tan poco tiempo. Hablaba en voz baja con un hombre que llevaba una bata blanca. A mi derecha, una joven, con un extraño gorro parecido al que llevaban las enfermeras, agitaba un pequeño frasco con una mano mientras con la otra sostenía una aguja hipodérmica. Fue la primera en darse cuenta de mi despertar. Entonces vi como me aplicaba algo frío al brazo y casi instantáneamente sentí un agudo pinchazo seguido de una rara presión en todo el brazo.

            Quise debatirme, levantarme, pero no podía. Algo me sujetaba con fuerza a la cama. Mis brazos los sentía atrofiados, más bien ni los sentía. Oía retazos de conversación entre mi esposa y el señor de la bata blanca. No entendía nada. Quise hablar pero ni siquiera mis cuerdas vocales podían vibrar.

            -¿Tuvo pesadillas también anoche, doctor?

            -Sí, señora. Aún no comprendemos el significado de esas pesadillas puesto que su hijo no ha visitado nunca ningún parque.

            -¿Se curará, verdad, doctor?

            -Pues la verdad es… no se puede saber… los psicoanálisis… el despertar… la adolescencia…

            Las sombras poco a poco me envolvían. No quería dejarme vencer. Tenía que explicar lo que sentí en el parque. No entendía nada. Tinieblas, me absorbían. ¿Qué querrá decir ese doctor?

            -Su hijo está al borde de la locura; es más, su locura  ya se puede considerar un hecho. No sabemos aún la causa, aunque la estamos investigando.

 

            Me dejé vencer. No tenía fuerzas para seguir escuchando. Pensé en el parque, en su gran fuerza, y cerré los ojos.

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