Telescopio

 

 

El Telescopio


Marcos Eguizábal se había sentado en una butaca en su patio. Se encontraba solo en la casa y no quiso desaprovechar la ocasión para echar una mirada al cielo. Era noche clara y las luces de la ciudad quitaban visibilidad, pero a pesar de todo podían distinguirse innumerables estrellas en el cielo. Pensó que quizás en la azotea tuviera mejor vista, pero a la larga acabaría sintiéndose incómodo. Se colocó lo más hori­zontal posible y dejó que sus ojos bailaran a su antojo por el mar de puntos luminosos que tenía encima. Siempre que se encon­traba en esa situación le venía a la mente una expre­sión: bóveda celeste. Se le había quedado de pequeño cuando se la oyó a un profesor y no sabía si le gustaba más el cielo o la expresión en sí. No era del todo acertada, después de todo, pues de día no le parecía una bóveda sino otra cosa más indefinible, y de noche tampoco era celeste, pero el conjunto cuadraba a la perfección. Había leído cosas sobre esa bóveda, sobre sus dimen­siones, sus movimientos, sus posibilidades de vida, pero él nunca había querido ir más allá de la simple contemplación. Hacia cualquier lado que mirara no encontraba ningún fondo y el senti­miento que recibía de esa mirada sin fin le sobrecogía y le maravillaba a la vez. Un día le ocurrió algo que le preocupó mucho y le hizo estar un tiempo sin atreverse a mirar al cielo. Ocurrió de día, en su azotea. Llevaba varios minutos observando el discurrir de unas nubes cuando comenzó a sentirse atraído hacia arriba, como si perdiera peso y pudiera elevarse como un globo hinchado de gas. Sus ojos no podían separarse de las nubes y de su movimiento lento y persistente. En cierto momento creyó que acabaría por desinte­grarse y el sentimiento de vértigo que le asaltó le hizo recobrar la conciencia. Instintivamente se agarró a la silla donde estaba sentado, pero pronto se dio cuenta que eso no era suficiente y de un salto bajó las escaleras hacia las habitaciones de la casa. Los días siguientes sólo se atrevía a mirar el cielo a través de los cristales de una ventana, o desde el coche, hasta que el cielo dejó de ser para él un imán irresistible y se convirtió en lo que era para todos: algo que siempre estaba ahí.

            Después de aquella experiencia Marcos se dio cuenta que no fue el cielo lo que le atrajo sino la nube, y no sólo la nube sino cualquier cosa que estuviera muy alto y distante. Le había ocurrido también con grandes edificios y estructuras y con los picos de las montañas. Si observaba durante un tiempo suficiente podía ir sintiendo cómo llegaba a sentirse capaz de transportarse hacia arriba. Sin embargo, nunca se atrevía a dejarse ir. No sabía a dónde iría, pero donde quiera que fuese estaba seguro que no volvería.

            De noche, en su patio, era diferente. Cuando era la noche clara y cálida, como ahora, y se sentía a solas, veía las estre­llas titilar con absoluta tranquilidad. A veces sorprendía un movimiento fugaz, un punto luminoso que caía y se difuminaba en la oscuridad. Alguien le había dicho que entonces podía pedir un deseo y éste se cumpliría, pero Marcos no creía en esas cosas. Dejó de creer hacía tiempo, cansado de pedir deseos y de ver que no se cumplían. A pesar de eso, aunque no viera nada especial, no le cansaba mirar al cielo. Eran tan pocos los momen­tos que podía disfrutar de esa paz que de una vez para otra ya se le había olvidado. No conocía nada de los nombres de las estrellas o de las constelaciones, pero él sabía que el cielo no era nunca el mismo, tal vez porque él tampoco lo era. Cada vez que miraba, sus ojos veían cambios ahí arriba, aunque no sabría ni podría precisarlos.

            Cuando Marcos llevaba ya algunos minutos observando las estrellas unos recuerdos le vinieron a la memoria. Se trataba de un viaje que hizo hacía años con unos amigos a la sierra, con tiendas de campaña y cañas de pescar. Uno de los amigos era gran aficionado a la astronomía, coleccionaba libros, tenía cartas y mapas celestes, y por las noches, tumbados a cielo abierto, no paraba de hablar sobre los planetas y sus distintos brillos. Sabía los nombres de algunas estrellas y conocía la situación de las constelaciones. Marcos le escuchaba hasta la madrugada, embelesado ante sus explicaciones. Una de las noches, observando la luna con prismáticos, dijo Marcos:

            -Una vez oí que todos nosotros nos convertimos en una estrella al morir-.

            -Eso es una tontería- dijo su amigo, -por lo menos dicho así. Existe mucha superstición y mucha ignorancia en las cosas celes­tes-.

            -Pero, ¿no es verdad que los astros nos influyen?, preguntó Marcos.

            -Indudablemente- contestó su amigo, -igual que nos influye todo lo que nos rodea. Pero todavía siguen creyéndose cosas para las cuales hoy día existen mejores explicaciones. La astrología, por ejemplo; todavía hoy se ignora por mucha gente que el cielo está cambiando constantemente y que las predicciones de hoy están basadas en cálculos de influencias sobre un cielo que ya no exis­te-.

            -No comprendo-, contestó Marcos.

            -Sí, mira- dijo su amigo. -Es como si viajaras en un tren y al parar en cierta estación notaras alguna influencia. Cada vez que pares en esa estación podrás anticipar la misma influencia. Pero ocurre que nuestra estación también se está moviendo y no sabemos hacia dónde. Es como si todo fuera nuevo otra vez, a cada momento. Nosotros seguimos viendo el Zodíaco, pero la realidad es que el Zodíaco no está en el mismo sitio que hace miles de años, y nuestra situación respecto de él tampoco es la misma. ¿Cómo podemos pensar que su influencia no va a cam­biar?

            Aquel razonamiento impresionó a Marcos, no tanto por su negación de la astrología, que en el fondo no aceptaba, como por las consecuencias del movimiento celeste. Desde entonces com­prendió que las verdades, si existieran, sólo serían válidas aquí y ahora; mañana todo podría ser distinto.

            Pero a Marcos el cielo le hablaba de otra forma. Él no tenía conocimientos científicos, ni razones sobre las que apoyarse. No le interesaba descubrir ni saber, sino sólo sentir y contemplar. Algún crepúsculo podía sentirse pleno de vitalidad simplemente con echar una mirada de reojo y casi por descuido al cielo y sor­prender a la luna en su cuarto creciente, apenas una delgada línea curvada y luminosa, brillando en el cielo. Sabía que su luna era el cuarto creciente acabada de nacer porque incluso después de largos períodos sin contemplar el cielo, siempre que volvía a mirar era cuarto creciente, como si fuera la propia luna la que lo llamara. Algo parecido le ocurría con otra estrella brillante que sorprendía en los crepúsculos. Le habían dicho que no era una estrella sino el planeta Venus y que no tenía brillo, pero a Marcos eso no le importaba. Él se sentía también atraído por Venus y sabía que su posible influencia le era benéfica por el sentimiento que le transmitía su belleza solitaria, cuando todas las demás estrellas aún no lucían en la tarde crepuscular.

           

            Marcos había dejado los recuerdos de su viaje a la sierra y su mente estaba entrando en un estado que conocía muy bien. Como si el tiempo no contara, estaba empezando a perder la con­ciencia de sus propios pensamientos. Más de una noche se había quedado dormido en esa posición y se había despertado ante unos ruidos de los cuales no podía determinar su procedencia. Pero esa noche Marcos no podía dormirse porque tendría visita de modo que decidió incorporarse. Colocó de nuevo la butaca en su sitio y se fue a la cocina a beber un vaso de agua. Recordó sus plantas y volvió al patio para mirarlas. No sabía si habían sido regadas y podía aprovechar para darles algún cuidado. Pero no tuvo tiempo porque entonces llamaron a la puerta. Pensó Marcos que era el familiar que estaba esperando para salir a hacer unas compras. Cuando fue a abrir se encontró con un desconocido frente a él. Llevaba en la mano una caja bastante grande que sin embargo no debía pesar demasiado pues la sostenía con mucha facilidad.

            -¿Don Marcos Eguizábal?- preguntó el hombre.

            Marcos asintió. El hombre le ofreció la caja y un pequeño librito.

            -Haga el favor de firmarme aquí-.

            -¿Pero esto qué es?, ¿quién lo envía?-, se extrañó Marcos.

            -No puedo decirle, señor- replicó el desconocido, -Creo que es un instrumento óptico o algo parecido. Yo sólo sé que es frágil y que debía entregarlo a esta hora. No puedo decirle nada más-.

            Marcos firmó en el librito mientras trataba de adivinar quién podría haberlo enviado. No creía que fuera alguno de sus amigos; lo hubieran traído personalmente o habrían avisado. Tampoco tenía suficiente confianza con otras personas que conocía como para que tuvieran un gesto así. Despidió al hombre con una propina y se fue a la cocina a abrir el paquete. La mesa era lo suficiente grande como para la caja, así que la colocó encima y comenzó a retirar los precintos. Dentro había un telescopio con todos los acceso­rios necesarios, y además había también una nota personal escrita a máquina. Marcos leyó la nota que decía así:

 

 

                                    Hola Marcos:

Soy Diana, alguien a quien tú todavía no conoces pero que pronto conocerás. Bastará, para ello, que uses el regalo que te envío. Con él va un pequeño mapa con un punto señalado hacia el que deberás mirar. Con un poco de suerte es posible que logres encontrarme. Yo encontré tu mirada extraviada una noche en que estabas mirándome sin reparar en lo que veías. Por ella supe de ti. Disculpa el proce­dimiento, pero ya lo comprenderás todo más tarde.

                                    Te espero.

 

            ¿Qué podría pensar en este punto aquel lector en cuyas manos cayera este relato? Ni más ni menos que lo mismo que pensó Marcos cuando leyó la nota: aquello no era verdad. No venía firmada, por lo que tampoco pudo deducir de ella algún indicio sobre su procedencia. Sólo el texto pulcramente mecanografiado y un dibujo de una estrella que parecía haber sido delineado con sumo cuidado. Marcos examinó el resto del contenido de la caja. Contenía un telescopio no demasiado voluminoso, un simple trípode sin ningún mecanismo y una bolsa con documentos explicativos de su manejo. Acompañaba al manual algunos mapas en uno de los cuales aparecía escrito con rotulador una flecha grande que apuntaba a un lugar redondeado de rojo. Esas señales sí habían sido trazadas a mano, pero Marcos sólo pudo comprobar que el círculo parecía imperfecto y hecho con alguna torpeza. Seguía sin poder deducir nada. Miró nuevamente la copia del recibo que había firmado y se cercioró de que su nombre y direc­ción apare­cían correctamente. Marcos finalmente se encogió de hombros. No era dado a los enigmas y cosas como ésta le sacaban de sus casillas. Como nunca había manejado un telesco­pio ni tenía tiempo para aprender ahora, optó por guardarlo todo otra vez en la caja y subirla a su cuarto de trabajo. Recordó las veces que su amigo, el aficionado a la astronomía, le había dicho cuánto deseaba poseer un telescopio hasta que al fin pudo com­prarlo. Ahora sería el momento de volverlo a llamar para que le explicara su manejo y, de paso, pedirle su opinión sobre el hecho insólito del envío y la nota. Seguramente él conocería la situa­ción del punto seña­lado en el mapa y tal vez pudiera aportarle alguna información interesante. Cuando bajaba las escaleras llamaron de nuevo a la puerta y esta vez sí era el familiar que estaba espe­rando. Sin más dilaciones, pues se hacía tarde, salieron a com­prar algunas cosas y Marcos dejó aparcado en su mente el asunto de la caja.

 

            Al día siguiente Marcos llamó a su amigo.

            -¡Hola Javi!, soy yo-.

            -¡Hombre, Marcos!-, exclamó Javier Zubeldía. Pasados unos segundos Marcos le contó brevemente lo que quería de él. Debía ir a su casa y echar una ojeada al telescopio y al mapa y con­tarle todo lo que supiera.

            -No te preocupes, ya verás lo que tardamos en visitar esa estrella-, contestó Javier y añadió con sorna -No sabía que tuvieras amistades tan interesantes-.

            Marcos tampoco lo sabía, pero prefería no pensar en la ironía de su amigo. Quedó con él para la tarde y volvió a concentrarse en su trabajo.

            A las seis en punto de la tarde Javier Zubeldía llegó a casa de Marcos Eguizábal. Los dos subieron directamente al cuarto donde se encontraba la caja con el telescopio y volvieron a desembalarlo. Javier lo examinó todo con atención durante unos minutos. Pareció que iba a decir algo, pero volvió a tomar los mapas y la nota y los examinó de nuevo. Marcos esperaba con una brizna de ansiedad. Finalmente, su amigo le golpeó levemente en el hombro con su puño cerrado mientras dejaba lucir una amplia sonrisa. Era una antigua señal de complicidad entre los dos que esta vez Marcos no entendió.

            -Eres un granujilla, Marcos. ¿De veras quieres hacerme creer que no sabes quién te ha enviado esto?, preguntó Javier.

            Marcos negó con la cabeza, pero creyó entender que su amigo sí lo sabía y le interrogó con la mirada.

            -No, yo tampoco lo sé-, le dijo Javier. -Sólo te puedo decir que el telescopio no es demasiado potente y que en el punto señalado en el mapa no aparece nada que yo conozca porque es del hemisferio sur. Es imposible que podamos ver nada ahí desde el hemisferio norte-.

            Marcos sí comprendía eso de los hemisferios, pero le decep­cionó la respuesta de su amigo. Aunque se había estado contenien­do, su fantasía le había llevado a imaginar un posible contacto extraterrestre.

            -¿Pero estás seguro, Javi?. ¿Cómo es posible entonces que me llegue un telescopio tan misteriosamente?

            -No hay misterios, amigo mío, sólo hay ignorancia. Y noso­tros ignoramos quién te ha enviado esto y con qué propósito. Pero de todas formas hay algo que podemos hacer. Vamos a montar el telescopio y vamos a orientarlo hacia el punto equivalente de nuestro hemisferio. Tal vez tú encuentres algo que merezca la pena-.

            -¿Yo?-, preguntó Marcos.

            -Sí, tú. Esto te ha venido a ti. Tú eres el que debes mirar y comprobar si tiene algún sentido o no. Además, yo no tengo mucho tiempo y no puedo esperar a que anochezca-, contestó Javier.

            Recomendó montar el telescopio en la azotea y le dijo a su amigo que lo mejor sería observar a partir de las dos de la madrugada y hasta las seis pues sería la mejor hora y así evita­ría muchas interferencias que le dificultarían la visión.

            El trípode resultó más endeble de lo que parecía, ni siquie­ra tenía graduación. Javier tuvo que echar mano de todo su inge­nio para medir los ángulos manualmente y conseguir fijarlo todo lo más firmemente posible. Cuando acabó dio instrucciones a Marcos sobre cómo debía observar sin mover el telescopio, sólo podía variar el enfoque. Finalmente, todo quedó listo hasta la madrugada y Javier se despidió de su amigo deseándole mucha suerte.

            -Recuerda que si resulta que ves a Diana debes hacer por presentármela-, le dijo en broma.

            Marcos adivinó en el tono de su amigo que no creía nada y simplemente le seguía la corriente, pero le dio igual. Después de todo él hacía lo mismo.

 

            El despertador sonó a las tres de la mañana y Marcos se levantó de la cama y se puso su bata. Subió las escaleras hacia la azotea aún medio dormido y refunfuñando contra sí mismo por ser tan estúpido. Cuando salió al aire libre sintió la brisa fresca de la noche en su rostro. Todo estaba en calma y en silen­cio absoluto. El telescopio, como un pequeño monumento a la modernidad, podía verse entre sombras en un rincón de la azotea. Marcos se acercó a él sin mucha fe, pero pensando que después de todo sería una agradable experiencia. Nunca había tenido oportu­ni­dad de usarlo y ahora tenía uno ante sí todo el tiempo que quisiera. Al principio no vio nada ni acertaba a ajustar las lentes. Poco a poco sin embargo comenzó a ver manchas luminosas que ganaban claridad hasta que consiguió centrarlo en un pequeño círculo de tono blanco azulado que aparecía en el centro de visor. Marcos se retiró un poco para comprobar que el telescopio no se había movido de donde lo había fijado Javier. Si todo era correcto aquel era el punto luminoso simétrico al del hemisferio sur que aparecía en el mapa, teniendo al ecuador como plano de simetría y a él mismo como punto de referencia. Pero Marcos no veía nada especial salvo la belleza del cuerpo celeste. Despedía un brillo vibrante y tonos de colores cambiantes. Pasados unos minutos Marcos sintió tentación de abandonar la observación y buscar al azar por si encontraba algo más interesante. Pero justo entonces comenzó a sentir una sensación extraña, nueva para él. Como si el poder del telescopio aumentara milagrosamente, Marcos creyó que a través del visor se estaba acercando al astro. Podía verlo cada vez más nítidamente, desde más cerca, hasta que el cuerpo ocupaba toda la superficie del visor y la sobrepasaba. Marcos no quería ni podía retirar sus ojos del telescopio. Sólo veía ya una superficie blanca azulada en la que comenzaban a distinguirse algunos relieves. El brillo vibrante había cesado y se veía ahora pálido y crepuscular. Siguió atentamente la observación y pudo comprobar cómo los detalles del cuerpo celeste se le comenzaban a hacer visibles como si estuviera sólo a kiló­metros de distancia o incluso menos. No tuvo tiempo de preguntar­se nada, tampoco sintió miedo ni aprensión alguna. Era una extra­ña experiencia que no podía razonar de ninguna manera. El caso es que Marcos sintió cómo a través del visor parecía que tomaba tierra en el cuerpo celeste.

 

Lo que ocurrió a continuación ya pertenece a otra historia. Marcos conoció a Diana y la visitó muchas veces más, hasta que un día Marcos desapareció y su teles­copio quedó abandonado en un rincón de la azotea.

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