Suenos

 

El Libro de los Sueños

 

 

Sólo eran las cinco de la tarde. Llegaría a tiempo sin necesidad de preocuparse. Tendría que estar muy agradecida al señor Carloni por su llamada. Pensándolo bien estaba entusiasmada. Era la primera vez que tenía alguna esperanza, tras años de búsqueda y de espera, pero no quiso mostrar ninguna impaciencia y postergó la cita hasta las siete. Dijo que tenía algo que hacer sólo por disponer de tiempo. Fue hacia la ventana y miró el cielo. Un azul límpido y profundo le bañó la mirada. Ojalá si lo que encontrara fuera tan claro como ese cielo. Preparó café. La ayudaba a reflexionar cuando los asuntos se volvían de importancia. Se sentó en la butaca y se meció suavemente mientras tomaba pequeños sorbos. El anuncio del periódico había surtido efecto, al parecer. No esperaba que fuera tan pronto, aunque tampoco la sorprendió. En una ciudad tan grande era previsible que alguien sintiera curiosidad como ella. Pero había sido una sorpresa que el señor Carloni fuera periodista, la verdad. Su voz era muy agradable y simpática, parecía joven y animoso. Enseguida le pidió que se vieran. Dijo que si de verdad quería conocer los orígenes de El Necronomicon no podría dejar de verle. Él también había estado ocupado en ese asunto y había descubierto algunas cosas que no le importaría compartir con ella. La mujer le preguntó qué había descubierto pero él contestó que era mejor que se vieran. Ella accedió. Quedaron en una cafetería. Para reconocerse, el señor Carloni llevaría una corbata amarilla y un suplemento dominical del periódico en la mano. Ella iría de rojo y llevaría el mismo suplemento dominical. Antes de despedirse, él preguntó: "Perdón, ¿me dice su nombre?". "Con mucho gusto", contestó ella, "me llamo Isabela, Isabela Valverde". "Bien, entonces hasta las siete". "Hasta las siete, adiós".

Isabela terminó el café. Fue a su escritorio y repasó las últimas notas del diario que llevaba. No la convencían demasiado. Faltaba algo de intensidad en aquellas frases reflexivas. Sabía que estaba perdiendo el ardor, la fe, y que no llegaría a nada si no encontraba pronto un nuevo punto de apoyo, algo que diera nueva verosimilitud a sus intuiciones. Su mundo se estaba cerrando, sus antiguas amistades ya no le aportaban nada, estaba sola y comenzaba a desorientarse. Sabía que El Necronomicon podía ser su salvación. Siempre supo que ese libro existía realmente, pero nunca tuvo la menor prueba. Sólo unas vagas referencias, utilizadas como recursos literarios en algunos relatos de terror. También el cine había hecho uso del nombre del libro, ¡como si El Necronomicon  tuviera algo que ver con el terror! Ella pensaba que era un libro prohibido no por peligroso sino porque era un libro que conducía a la libertad y al conocimiento. Un mapa que
guiaba al tesoro de la sabiduría. Y ella sabía que ese libro tenía que existir. Sólo tenía su intuición y unos sueños misteriosos que comenzaron después de su accidente, varios años atrás. Al principio no reparó en ellos. Eran unos sueños en los que se veía con alguien que se lo mostraba. Nunca podía ver su cara, ni oír su voz. Sólo el libro aparecía una y otra vez ante sus ojos, bajo una luz cristalina, posado sobre unas manos que se tendían abiertas hacia ella. Era su única prueba, pero no bastaba. Quería tener el libro en sus manos. Durante años buscó en las librerías de varias ciudades del mundo, en casi todos los idiomas. Por las referencias que encontró de él supo que otros hombres lo habían visto o conocían su existencia, pero la defraudaron las cosas que contaban. Ella no pensaba que fuera un libro que pudiera volver loca a cualquiera, ni que el miedo se apoderara de una hasta hacerla morir con sólo leerlo. Las sensaciones que recibía en sus sueños eran las de una paz inmensa, y sobre todo el sentimiento de estar a punto de lograr lo definitivo. Tendía sus manos hacia las manos desconocidas que se lo mostraban. Esperaba una y otra vez poder asirlo, pero nunca lo conseguía. Cuanta más ansiedad sentía, más pronto se difuminaba el sueño y la visión desaparecía. A veces tardaba meses en volver a aparecer, pero invariablemente volvía. Siempre volvía.

Cuando empezaron, Isabela no prestó demasiada atención a sus sueños. Al principio tardó mucho en darles importancia. Ni siquiera pensó que ese libro pudiera existir en la vida real. Era un sueño como cualquier otro. Hasta que un día, impensadamente, logró tocarlo y recibió una descarga de placer. Enseguida se despertó. Todavía con los ojos abiertos sentía en su cuerpo las oleadas del placer, como un orgasmo sin serlo realmente. Su cuerpo se volvió eléctrico, sensible, intuitivo. Supo sin ninguna duda que esos sueños eran una indicación repetida, una llamada. Tendría que hacer algo al respecto, pero no sabía qué. Consultó a expertos, fue hipnotizada, se le hicieron pruebas y análisis. En todo el tiempo que duró la exploración no aparecieron los sueños. El libro fue olvidado. Los expertos no llegaban a ningún diagnóstico concluyente. Y cuando Isabela los abandonó, volvió a soñar con el libro.

Al poco la visión se fue haciendo más nítida. El libro y las manos aparecían más cerca de ella, pero nunca lo suficiente. Alcanzó a distinguir los caracteres de su portada, aunque sin entenderlos. Sin embargo una palabra se coló en su mente y ya nunca la abandonó: necronomicon. Ella no sabía si le habría oído distraídamente en algún sitio o si tenía algo que ver con su sueño. Un día, leyendo una reseña bibliográfica, la encontró impresa por fin. Era el título de un libro, El Necronomicon. No se hablaba de él directamente, sino de un grupo de autores que lo mencionaban. Según el crítico, se trataba de un libro inventado por un escritor que algunos de sus amigos estaban mitificando para dar consistencia a sus relatos, casi siempre fantásticos o de terror. Isabela no se sintió satisfecha con esa explicación. Ella había conocido esa palabra antes de verla escrita en ningún sitio. Pero todavía no veía la relación con su sueño. Leyó todos aquellos relatos, buscó más autores, consultó enciclopedias, visitó bibliotecas. No encontró nada más. Sólo le seguían quedando sus sueños.

Ocurrían esporádicamente, sin preparación. Y ella aprendió a controlar su ansiedad. Aquella primera descarga de placer volvió a repetirse muchas veces más, sin tocar el libro siquiera. Era una sensación física que no podía compararse con nada que conociera. No tenía relación con el sexo, pero lo sentía en todo el cuerpo. Se sentía flotar, como si todas las células de su cuerpo bailaran fluidas y armoniosas, libres de peso, una melodía muy suave y agradable. Perdía la conciencia y sin embargo lo sentía todo. Cuando le ocurría, acababa siempre despertándose, tal era la intensidad de sus sensaciones.  Y entonces comenzaban a llegarle extraños pensamientos, siempre relacionados con el libro El Necronomicon. Era en esos ratos, hasta que volvía a dormirse, cuando adquiría las certidumbres que la llevaron a sus investigaciones. Supo de una manera incomprensible que el libro existía, que se encontraba en algún rincón del mundo y que tenía que encontrarlo. Llegó a saber que se llamaba El Necronomicon y supo también que conseguir leerlo era lo más importante que podía realizar en la vida.

Intentó varios planes de acción a lo largo de varios años. Ponerse el despertador a determinadas horas, sujetarse la cabeza con una banda, dormir en distintas posturas, en distintos sitios, acompañada, con música, etc.… Todo era en vano. El libro posado en unas manos se le mostraba en sus sueños siempre igual, siempre lejano, siempre tan cerca… A veces tardaba meses en soñar y entonces llegaba a olvidarse del libro. Se enfrascaba en su trabajo de traductora y llegaba a conectar con el mundo de todos los días. Veía la televisión, salía con amigos, viajaba. Todo era normal. Hasta que imprevistamente, sin que Isabela encontrara ninguna causa, el libro volvía a aparecer en sus sueños.  Y nuevamente volvía a necesitar de la soledad. Aparte de los médicos, sólo había consultado su situación con una amiga en quien podía confiar. Pero su amiga no había visto el libro y no podía ayudarla. La creía, pero no podía hacer nada por ella.

En los últimos meses, Isabela comenzó a notar un cambio en sí misma. Había empezado a sentirse deprimida, sin ganas, desesperanzada. Pasaban los años y no conseguía nada. Su ilusión de otrora se estaba desvaneciendo. Se veía derrotada. Los sueños continuaban, pero las sensaciones de paz y armonía de otros tiempos ahora empezaban a atormentarla. Se sentía presa de una aparición sin sentido, que no la llevaba a ningún sitio y que la aislaba del mundo exterior. Las certidumbres cesaron y las dudas mortificaban su mente. Se dijo que debía hacer algo, pero qué. Durante días luchó consigo misma para vencer su desesperanza. Y una noche, después de ver el libro una vez más y de sentirse nuevamente disgregada y flotando en medio de la nada, tuvo la idea de poner un anuncio en el periódico. Tendría que ser un anuncio muy especial, sin duda, y debería poner en él todo su corazón. Pero lo haría ciertamente. Eso nunca lo había intentado.


A la mañana siguiente, después de desayunar, Isabela dejó a un lado el libro alemán que estaba traduciendo y se dispuso a redactar su anuncio. Se preguntó a sí misma qué quería conseguir. Tal vez sólo echar un lazo, un pequeño anzuelo lleno de amor a un libro, y esperar que alguien lo recogiera. El anuncio era escueto y sobrio. No dejaba traslucir nada, pero si en el mundo había alguien igual que ella, entendería su pasión oculta. Lo envió a varios periódicos, nacionales y extranjeros, y se preparó para una espera larga.  Isabela se equivocaba. Sólo un día después, cuando casi acababan de ponerse a la venta los ejemplares, recibió la primera llamada. Era un malentendido. Un librero creyó que poseía una versión apócrifa de El Necronomicon y estaba interesado en adquirirla. Le fue difícil convencerle que no era ese el caso. Y poco después llamó el señor Carloni.

Isabela miró su reloj. Era hora de prepararse para la cita. Le había dicho que iría de rojo y ahora estaba un poco arrepentida. Tal vez fuera demasiado llamativo el vestido que tenía colgado en su armario. Y tendría que buscar el suplemento dominical…

 

Paolo Carloni era corresponsal en Madrid de un periódico romano. Comparado con El Cairo, su anterior destino, Madrid le recordaba mucho a su Roma natal, pero no se encontraba todavía instalado del todo. Estaba sustituyendo a un compañero. Le habían dicho que sería temporal. En unos meses podría volver a El Cairo. Carloni lo aceptó y optó por darle tiempo al tiempo. En El Cairo había comenzado a echar raíces. Incluso pensaba que se quedaría allí a vivir para siempre. Simpatizó  mucho con la cultura de aquel país. Se había buscado un profesor de árabe que le enseñó bastante más de lo que esperaba. Era un viejo delgado y rugoso, antiguo profesor de Universidad, que hablaba muy pausado. Tenía una gran cultura y poseía estantes interminables llenos de indescifrables libros. Paolo sólo quería perfeccionar su árabe por motivos de trabajo, pero el viejo se empeñaba en que intentara leer algunos de aquellos libros. "Ahí está el verdadero árabe: descúbrelo", le decía señalando las estanterías rebosantes de libros. Carloni era incapaz. Sus pocos conocimientos le alcanzaban a traducir algunas palabras pero su ser italiano le llenaba de impaciencia enseguida. El viejo meneaba la cabeza. "No, no. Si quieres aprender una lengua tienes que pensar en esa lengua. No tiene sentido traducir por traducir", le repetía una y otra vez. Carloni no comprendía cómo podría pensar en una lengua que apenas conocía, pero se llevaba algunos libros a casa y pasaba horas ojeándolos e intentando penetrar en los pensamientos de sus autores. Abdullah, el viejo profesor, le explicaba el sentido de los signos, su orden y los fonemas que lo acompañaban. "Tienes que observar y oír", le decía.

Un día, que se encontraban sentados en la sala inmensa repleta de libros, Carloni se levantó un momento para estirar las piernas y al salir de la sala dejó caer por descuido una pila de libros mal colocados cerca de la puerta. Abdullah se levantó de un salto. Fue rápidamente hacia los libros y los volvió a colocar uno por uno en la estantería. Pero el último no encajaba. El viejo lo miró. Era El Necronomicon. Miró a Paolo confundido y éste bajó la cabeza avergonzado. "Lo siento", dijo en italiano. Abdullah hizo un gesto de asombro. "Es extraño", murmuró, "este libro no se encontraba antes aquí". Se dirigió a uno de los estantes y accionó un pequeño mecanismo que hasta entonces había pasado desapercibido. La estantería completa, con libros y todo, se abrió y dejó ver tras de ella una caja de seguridad empotrada en la pared. Manipuló en ella y cuando la abrió, Carloni pudo ver que en su interior se encontraban más libros protegidos con fundas de cuero negro. "¿No sientes curiosidad?", preguntó el viejo. Carloni se encogió de hombros. "Es realmente extraño. No sé cómo interpretar todo esto", decía el viejo para sí mismo mientras cogía de la caja una funda vacía y guardaba en ella el libro que no encajaba en el estante. Un largo silencio se hizo entre los dos.   Abdullah volvió a cerrar la caja y la puerta camuflada de libros. Dijo a Carloni que sería mejor que se fuera porque tenía cosas que hacer.

Paolo continuó visitando al viejo con frecuencia. Sus progresos en árabe aumentaban y ya comenzaban a prescindir del italiano en sus conversaciones. Era capaz de entender el árabe casi con normalidad. Había seguido los consejos de Abdullah y leía muchos de los libros que el viejo le entregaba. El asunto de la caja de seguridad no volvió a ser mencionado. Pasaron varios meses. Una tarde entraron juntos en la sala que servía al viejo profesor de biblioteca y Paolo observó que encima de su mesa se encontraba el libro que había sido guardado misteriosamente tiempo atrás. Ahora su curiosidad era mayor y se atrevió a preguntar. "¿Podría leerlo, Abdullah?".  El viejo lo miró y después miró el libro. 


"Hum, tal vez sí", contestó Abdullah, "pero no sé si sería prudente". "¿Por qué no iba a serlo?", preguntó Carloni, "¿qué tiene de malo leer un libro?". Abdullah no contestó enseguida. Se hizo el silencio entre los dos. Al cabo de un rato dijo: "No todos los libros son inocentes, Paolo. Algunos son peligrosos. El conocimiento es peligroso". Cogió el libro y se lo tendió a Carloni. Éste lo tomó en sus manos y observó su portada de madera. Era un libro antiquísimo, a juzgar por el tipo de papel empleado. Parecía pergamino. "Es una historia del mundo", dijo el viejo, "una historia muy extraña".

Se sentaron en unas butacas cerca de la ventana y Abdullah comenzó una larga explicación acerca del libro. Habló durante horas de El Necronomicon, de sus oscuros orígenes, sus increíbles revelaciones, su fama de maldito y de cómo muchos de sus escasos lectores habían acabado perdiendo el juicio víctimas de nefastas obsesiones. Se decía de él que era un ser vivo, más que eso, un mundo lleno de extraordinarias criaturas de toda clase y condición. Criaturas horribles y hermosas, amables y mezquinas, crueles y generosas. Algunas tenían poderes espantosos y llegaban a actuar sobre el mundo real. Otras eran maravillosas e increíblemente seductoras y se convertían en nuestras benefactoras a la vez que en nuestras dueñas. Nadie podría escapar a su influjo. Él mismo se sintió habitado por los seres que pueblan el libro. Sólo la ayuda conjurada de sus amigos, coportadores como él del libro, había conseguido liberarlo. Pero nunca se sentía a salvo del todo. "Ocurren cosas extrañas alrededor del libro", dijo Abdullah. Hace dos meses apareció inexplicablemente junto a otros con los que Carloni tropezó accidentalmente. Esto le dio que pensar. Pudiera ser que estuviera buscando a Carloni. "¿Tienes algunos sueños raros?", preguntó de pronto. Paolo dijo que nunca recordaba sus sueños. "No te preocupes, es muy probable que a partir de hoy comiences a recordarlos", dijo el viejo. Añadió que desde que guardó el libro la última vez en su caja fuerte, no había vuelto a sacarlo. Sin embargo hoy volvía a encontrarse encima de su mesa, claramente a la vista de Carloni. Esto le hizo disipar todas sus dudas. No quedaba más remedio que entregarle el libro. Debía cuidarlo como lo más preciado. Dijo que sería una buena prueba para sus conocimientos del árabe y un buen ejercicio traducirlo al italiano. Una vez acabada la traducción, para la cual contaba con su colaboración, podría quedarse con la copia y devolverle el original. Sólo Alá sabría qué  ocurriría después.

Carloni se marchó con el libro guardado en su funda de cuero. Trabajó en su traducción durante meses bajo la atenta vigilancia de Abdullah. Constantemente le peguntaba cosas, indagaba sobre su estado de ánimo, sobre sus sueños, sobre el contenido del libro. Carloni pensaba que no merecía la pena tanto interés. No había cambiado en absoluto. El contenido del libro era incomprensible para él. Estaba lleno de nombres raros, complejos rituales y relatos que pretendían ser históricos acerca de un tiempo primigenio cuando otras razas poblaban el mundo. Algunas cosas no conseguía traducir y pedía la ayuda de Abdullah. Éste aprovechaba entonces para advertirle que todo lo que se contaba en ese libro había ocurrido de cierto y quizás tuviera la prueba pronto si alguno de esos seres cruzaba los umbrales del libro y penetraba en sus sueños. Dijo que si eso ocurría comprendería que esas razas aún vivern dentro del libro, bullendo entre las palabras y los signos, y deseosas de salir al mundo exterior apoderándose de cualquiera que se ponga a su alcance. "Son como emociones, como sentimientos, como seres sin cuerpo", dijo el viejo, "entidades escondidas en el libro, o puestas ahí por alguien, o atrapadas de forma inexplicable". "Pero si usted cree eso, ¿cómo es que sigue teniendo el libro?", preguntó Carloni. Paolo sintió sobre sí la mirada ausente del viejo. "Al principio fue por curiosidad, después por necesidad y ahora porque puedo manejarlo", contestó, "pero no dejo de advertirte que otros han tenido otro destino". Carloni se encogió de hombros sin entender. Seguía sin recordar nada de sus sueños. Y consideraba que el viejo árabe daba demasiado crédito a unos relatos imaginarios.

Pero justo cuando finalizaba la traducción, le llegó la noticia de Roma. El corresponsal de Madrid había caído enfermo y alguien tenía que cubrir la próxima Conferencia de Paz. Sus conocimientos de idiomas le hacían idóneo para el puesto. Sólo serían unos meses. Después volvería a El Cairo.

Con la traducción de El Necronomicon en su ordenador portátil, se despidió de Abdullah. Le había entregado el original envuelto en su funda. El viejo estaba confundido. No había ocurrido nada extraordinario en todo el tiempo. Tal vez Carloni no fuera realmente el destinatario final de las indicaciones que había recibido. Le aconsejó que siguiera atento en Madrid de cuanto pudiera suceder relacionado con el libro. Y se dieron un abrazo.

Ya en Madrid, Paolo Carloni tomó enseguida las riendas de su nuevo trabajo. Se instaló en un hotel e inició todos los contactos necesarios. Tenía tiempo hasta la Conferencia. Leía los periódicos de sus colegas y visitaba la ciudad. Sus informes a Roma todavía no le absorbían demasiado. Y un domingo se encontró con el anuncio de Isabela en un conocido periódico madrileño. Fue tan casual que se extrañó, no tanto por el anuncio en sí como por haberlo descubierto. Normalmente no se paraba en los anuncios. Se preguntó si no habría sido guiado por alguna fuerza extraña. Seguramente Abdullah pensaría así. El anuncio pedía contacto con conocedores de El Necronomicon. De forma breve daba a conocer su interés serio por el libro. Y la frase final, "No es un sueño y sí lo es" seguida de su número de teléfono lo decidió a llamar. La voz de Isabela le sonó encantadora. Pensó que sacaría copia a disquette del libro guardado en su ordenador y la llevaría consigo.

Era la siete menos cinco cuando Paolo Carloni traspasó la puerta de la cafetería portando la revista. Sólo un poco después entró Isabela. El encuentro fue un poco embarazoso, pero no había dudas. Las señales que se habían dado eran inconfundibles y ambos se reconocieron al unísono. "¿Isabela Valverde?", preguntó Carloni. "Sí, y usted es el señor Carloni, ¿verdad?", preguntó ella. "Encantado", dijo el hombre ofreciéndole su mano, "pero llámeme Paolo. Soy italiano". "Es un placer", contestó Isabela tomando la de él. Fueron a una mesa y pidieron un café. Paolo lo acompañó con unas pastas. Las dos revistas quedaron sobre la mesa, una encima de la otra.

Se hicieron preguntas superficiales para conocerse mejor. Hablaron de sus trabajos, de sus viajes, sus preferencias. Mientras hablaban, una corriente de simpatía se estableció de inmediato entre los dos. Se gustaron. Pasado un rato, Isabela abordó el asunto del libro. Explicó su interés y cuanto había podido averiguar hasta entonces. Habló de sus sueños y de sus extrañas certezas. Cómo estaba convencida sin haberlo visto que el libro existía realmente. Y cómo tenía la imperiosa necesidad de encontrarlo. No se atrevió a contarle sus sensaciones placenteras, eso quedaría para más adelante. Carloni la escuchaba con interés. Cuando acabó, Isabela preguntó directamente: "¿Sabe usted algo de ese libro, Paolo?". En vez de contestar a la pregunta, Carloni quiso saber si tenía ordenador. Ella contestó afirmativamente. "Invíteme a su casa", dijo Carloni, "tengo algo en unos disquettes que le interesará, pero quisiera acompañarla". Ella dudó. Carloni le mostró los disquettes sacándolos de un sobre que llevaba en la chaqueta. "Son El Necronomicon",  dijo, "no el original, desde luego, pero es lo que tengo. Y le puedo decir que lo he traducido de un viejo libro árabe". Isabela respiró aliviada.

Mientras llegaban a casa de Isabela, Carloni habló de su estancia en El Cairo y de las maravillas de Egipto y su historia milenaria. Explicó sus relaciones con Abdullah y las circunstancias fortuitas de su encuentro con El Necronomicon y cómo él, a pesar de la aprensión de Abdullah, no había tenido nunca mayor interés por el libro. En realidad únicamente estaba interesado en aprender bien el árabe.


Nada más llegaron, Isabela conectó el ordenador y dejó que Paolo manipulara en él con los disquettes. Estaban los dos sentados frente a la pantalla. Paolo buscó un procesador de textos y copió  los disquettes. Cuando finalizó, se hizo a un lado y dejó a Isabela el teclado. La mujer temblaba de excitación. Abrió el documento informático golpeando nerviosamente las teclas. Entonces comenzó a prefigurarse lentamente en la pantalla las mismas manos y el libro que ella había visto miles de veces en sus sueños.  Carloni no se dio cuenta que su boca se quedó abierta por el asombro. Estaba seguro que eso no lo había grabado él. Isabela se llevó las manos a la cara y sonreía de puro nerviosismo. La imagen quedó quieta frente a ellos. Pasados unos segundos, Isabela pulsó una tecla. La imagen de un hombre apareció detrás de las manos, sosteniendo el libro. "¡Es Abdullah!", gritó Paolo. ¡Eran suyas, eran las manos de Abdullah!.

Y entonces Carloni creyó comprender lo que había pasado. No dudó que efectivamente "ocurrían cosas extrañas alrededor del libro". El Necronomicon había estado llamando a Isabela y había viajado hasta ella. Él sólo había servido de correo. La mujer miraba fijamente la pantalla. Se había quedado profundamente ensimismada tras el grito de Paolo. Carloni pensó que sería mejor marcharse. Había cumplido su misión sin habérselo propuesto en ningún momento. Mientras caminaba hacia la puerta y la dejaba sola con su sensación de aturdimiento, una frase de Abdullah le vino de pronto a la memoria: "Sólo Alá sabría qué ocurriría después".

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