Biocarril

 

 

 

   El vacío sólo está vacío de lo conocido,
pero lleno de lo desconocido,
y más aún de lo que no se puede conocer.

 

El Biocarril

      La estancia se iluminó de repente y un suave zumbido intermitente comenzó a rasgar el aire. Leo se agitó imperceptiblemente, pero siguió postrado en su cama biomagnética sin abrir aún los ojos. El zumbido continuó a intervalos durante algunos segundos más y luego se paró. Todo volvía a ser tan silencioso como antes, excepto que la estancia continuaba iluminada y Leo sabía que el persistente sonido volvería en breve y no tendría más remedio que atender la llamada. Continuó flotando cómodamente dentro de su cápsula, sintiendo la agradable sensación de estar suspendido en el vacío mientras su peso era soportado por los efluvios biomagnéticos que la cápsula generaba bajo él. De todas formas el maldito zumbido ya había conseguido despertarlo y, casi sin quererlo, su atención había vuelto al proyecto en el que estaba empleando casi todo su tiempo de los últimos meses. Lo principal ya estaba desarrollado y faltaban sólo algunos detalles accesorios, pero eran los  más temidos por Leo. Nadie, salvo su fiel amigo Tarso, conocía nada de aquel proyecto, ni siquiera los directivos del biocarril que controlaban los recursos financieros de la compañía. Desde luego sería una sorpresa para ellos, y quizás motivo de fuertes discusiones y debates, pero Leo sabía que al final saldría vencedor y las inversiones necesarias para dar paso a la creación del primer tren espacial serían aprobadas.

  El zumbido volvió ahora un poco más agudo y persistente. Leo ya no esperó más. Con gesto casi automático pulsó un pequeño botón en su muñeca y el interior de su cápsula comenzó a abrirse en canal a la vez que sentía que el biomagnetismo que lo mantenía suspendido perdía fuerza lentamente y su cuerpo comenzaba a descender con suavidad hacia el suelo. Entretanto, Leo había abandonado su posición horizontal con una ligera contorsión, aprendida de niño e incontablemente repetida, de modo que fueran sus pies la parte de su cuerpo que primero se posara en la superficie acristalada. Salió de la cápsula y echó un vistazo sin interés a la imagen espectral que había surgido en el centro de la habitación. Una mujer con sonrisa boba le estaba esperando.

   -Buenos días, señor Flores, ¿ha descansado usted bien?

   -Muy bien, Nadín, gracias. ¿Qué ocurre ahora?-, preguntó Leo.

   -Siento decirlo, señor, pero tiene usted que venir urgentemente a la Gran Estación.

   -¿No puedo resolverlo desde aquí mientras desayuno?

   -Me temo que no, señor-, contestó Nadín. –El Presidente me ha encargado decirle que lo espera a usted sin falta dentro de treinta minutos. No puedo decirle nada más.

   Leo pulsó otro botón de su muñeca y la imagen holográfica desapareció confundiéndose con la luminosidad tenue que los sensores habían activado cuando  se abrió la cápsula.

   Se dirigió a otra estancia y sencillamente dijo: “Desayuno”. A su voz, un sin fin de sutiles movimientos silenciosos se desencadenaron alrededor suyo. De la pared se desplegaron una mesa y una silla acristalada y del techo se abrieron unas trampillas y bajaron raudos delgados hilos sujetando múltiples utensilios de cocina, un plato, una taza, cubiertos, etc. Los depositaba sobre la mesa ya del todo desplegada y ascendían para ocultarse tan rápidos como habían bajado. Leo acercó su mano a un cuadro de control en la pared y efectuó algunas pulsaciones. Si tenía que verse con el Presidente le convenía estar bien despierto e ingenioso. Eligió un desayuno apropiado para la ocasión, una de tantas recetas históricas conservadas en células de memoria de cristal, y en unos segundos volvieron a desencadenarse otros movimientos a su alrededor. De un rincón de la habitación se abrió una pequeña puerta y surgió una bandeja portando leche, café caliente, huevos y tostadas recién hechas, así como un pequeño frasco con dos píldoras doradas. Leo tomó la bandeja y observó preocupado el desayuno. Pensó que quizás tuviera que revisar las rutinas materializadoras porque había notado que faltaba el zumo de naranja fresco. Algo habría fallado, pero no tenía tiempo ahora para eso. El Presidente le esperaba.

   Terminó su desayuno y depositó la bandeja en la cámara materializadora, que también servía para reciclar. Ordenó “Recoger” para que toda la estancia volviera a quedar como estaba y nuevamente descendieron veloces los finos hilos del techo para asir los utensilios y llevarlos en riguroso orden secuencial al túnel de esterilizado situado sobre el falso techo. La mesa y la silla enseguida volvieron a plegarse y confundirse con la pared. Los restos de alimento desaparecerían desintegrados y convertidos de nuevo en energía fría condensada, lista para ser reutilizada con otros códigos de programa genético para la elaboración rápida de comida.

   Antes de dirigirse a la cabina individual de transporte, Leo quiso contactar con Tarso para ponerle al corriente. Tomó un pequeño estuche y eligió Tarso de la lista que le apareció. La imagen de su amigo apareció en la agenda y su voz sonó metálica.

   -Tarso, ¿podemos hablar en privado?

   -Sí, Leo. Estoy solo en el laboratorio.

   -¿Sabes que el Presidente quiere verme?

   -No lo sabía. ¿Para qué?-, preguntó Tarso.

   -Pues no lo sé. Por eso te llamaba. Quizás haya oído algo de nuestro proyecto-, dijo Leo.

   -Imposible-, contestó Tarso calculando esa posibilidad. -Sólo tú yo lo sabemos.

   -Ya, pero me preocupa que quiera verme ahora-, respondió Leo. –No es momento todavía de hablar con el Consejo.

   -¡Bah!, déjalo estar. Seguro que se trata de algo sobre el biocarril de Maewest. Ya sabes que aquella gente es muy celosa de su independencia. Creo que están exigiendo un nuevo protocolo de control y el Consejo querrá que tú lo negocies.

   -Sí, puede ser. Bien, voy ahora hacia la cúpula. Te veré luego-, dijo Leo y cortó la comunicación.

   Estaba al tanto de las dificultades con el gobierno local de Maewest para la integración de su biocarril a la red planetaria, único punto que faltaba para conectar todos los puntos importantes de la tierra por medio de los túneles cero. Estos túneles, a diferencia de los del pasado, no se encontraban bajo tierra, sino elevados a cientos de metros sobre ella, en diferentes niveles, y constituían en su conjunto un vasto entramado energético visible sólo desde el espacio a través de lentes adecuadas. En la misma tierra no eran visibles al ojo humano, y sólo se les suponía por las enormes torres de cristal que constituían las estaciones de acceso o por los altos edificios intercambiadores. Ya casi nadie los llamaba túneles cero, como los bautizó su inventor y descubridor, el doctor Zaplen, hacía ya noventa años. En aquella época apenas comenzaba a investigarse la posibilidad científica de desestructurar la materia conservando copia energética de todas sus funciones y propiedades, y volverla a reconstruir en cualquier tiempo y lugar que cumpliera la condición de vacío absoluto y ausencia total de campo energético. Esa hipótesis llevó al mismo Zaplen a intuir la existencia en el Universo de lo que dio en llamar túneles cero, una especie de región del espacio completamente aséptica y libre de cualquier interferencia energética, vacía como no lo estaba el Universo mismo, y sin embargo, se empeñaba Zaplen, susceptible de ser dotada con capacidades increíbles de generar materia y energía a partir de comandos preprogramados. Sus investigaciones lo llevaron al encuentro con la energía fría, o energía oscura, o más correctamente antienergía, imagen especular de la energía caliente cotidiana que todos conocíamos. Se sabía hace tiempo que la energía fría debía estar presente en todo el Universo exterior, pero Zaplen descubrió que también se encontraba alrededor nuestro y en nuestra propia atmósfera. Conseguir aislarla y encapsularla en sí misma fue su gran aportación al conocimiento humano y constituyó lo que hoy los niños estudiaban como el método Zaplen de producir energía fría condensada.

    Con el tiempo y los posteriores desarrollos, los túneles ceros fueron profusamente utilizados en casi todas las actividades humanas, provocando en las sociedades cambios revolucionarios que todavía se estaban produciendo. Uno de esos grandes cambios lo constituyó la creación del biocarril, llamado así en recuerdo de su gran antepasado, el ferrocarril, aunque en realidad tenía muy poco que ver con él. Permitía, eso sí, el transporte masivo de personas y mercancías y disponía también de estaciones de acceso, pero todo lo demás había cambiado. Los trazados ya no eran terrestres, sino aéreos e invisibles, constituidos por radiaciones de partículas cuánticas generadas por el método Zaplen, que permitían el aislamiento de la energía fría en un radio de varios metros alrededor. No producían sonido alguno y no contaminaban en absoluto. Tampoco requerían gasto de energía suplementario puesto que el sistema se realimentaba en sí mismo. Quizás la mayor aportación del método Zaplen consistió en que había conseguido eliminar la basura del mundo transformando todos los residuos sin excepción en energía fría condensada, disponible a partir de entonces en cantidades muy superiores a las necesarias para alimentar todas las ciudades y todos los sistemas y equipamientos.

Los viajes en el biocarril eran ahora casi instantáneos, empleándose sólo un mínimo de tiempo en los trámites obligados de acreditación y pago, así como en los períodos inevitables de desacoplamiento orgánico, copia energética de toda la estructura material, y nuevo acoplamiento e integración en la estación destino. Normalmente el viajero apenas se enteraba de todo el proceso. Una vez resueltos los trámites de gestión necesarios, se les hacía introducir con sus equipajes en unos compartimentos semejantes a los de un vagón, -de ahí que los túneles cero acabaran llamándose biocarriles-, que se deslizaba suavemente sobre una superficie magnética a través de un pasillo de cristal difusamente iluminado dotado de sensores cuánticos. En un momento dado, apenas un minuto o dos después de iniciado el deslizamiento, el viajero podía percibir que el pasillo se oscurecía y todo parecía desaparecer de su vista. Unos instantes después la luz volvía  a hacerse y el pasajero podía darse cuenta que ya se encontraba en la terminal de destino por los grandes caracteres pintados de azul sobre fondo blanco que indicaban el nombre de la estación. La pérdida de conciencia se percibía tan sólo como un leve estado de ensoñación momentánea. La mayoría de los pasajeros ni siquiera necesitaban estar sentados durante el viaje.

    Leo se dirigió a su cabina individual de transporte. Como Jefe de Ingenieros de la Gran Estación, tenía el privilegio de disponer de una en su propia vivienda, directamente conectada a través de un túnel cero privado con otra similar situada en la Sala de Control. Pero todas las demás grandes vías públicas estaban interconectadas entre sí y éstas a su vez con otras vías menores, de modo que prácticamente todos los rincones de la tierra estaban unidos por esa gran red de túneles cero aérea e invisible. En todas las intersecciones las aperturas y cierres debían estar controladas por un protocolo de acceso que evitara los hibridajes, tipo  de accidente que ocurría cuando copias energéticas generadas en distintas estaciones se interceptaban mutuamente en el interior de un túnel cero, debido a fallos de sincronismo en los blindajes. El resultado era que la materia recreada en destino no tenía desgraciadamente nada que ver con la inicialmente desintegrada en origen. Habían ocurrido muchos accidentes de ese tipo, sobre todo al principio, produciéndose de esa manera la creación azarosa de nuevos materiales orgánicos e inorgánicos, la mayoría de ellos engendros horribles. Pero así fue, paradójicamente, como pudieron descubrirse de manera totalmente casual otros materiales capaces de efectuar el rápido y seguro sellado sincronizado en los túneles cero. Algunos  experimentos posteriores realizados en laboratorio permitieron finalmente la obtención de cristales prácticamente indestructibles, que podían actuar como células de memoria y permitían almacenar de forma segura e infalible la programación desde fuera de los protocolos de control para la apertura y cierre de las intersecciones. Todo el sistema funcionaba ahora a la perfección y puesto que los envíos masivos de información y materia eran prácticamente instantáneos, la mayor parte del tiempo los túneles cero se encontraban completamente sellados en sus extremos.

    Leo se introdujo en su cabina privada y apenas deslizó su mano sobre un pequeño sensor provisto de cámara. Enseguida se iluminó una pequeña pantalla a través de la cual podía ver el interior de la Sala de Control a donde se dirigía y la cabina de transporte que debería recibirlo. Todo le pareció normal, y sin más preámbulos introdujo el código en la pantalla táctil y cerró los ojos rutinariamente. Siempre había preferido cerrar él mismo los ojos antes que sentir esa oscuridad tan parecida a la muerte previa a su desintegración. En otras ocasiones se había preguntado si la muerte no sería al fin otra desmaterialización más, similar a la que ellos mismos producían incontables veces cada día. Al fin y al cabo los muertos de hoy ya no eran enterrados o incinerados, sino desintegrados de la misma forma que se hacía con los vivos, pero tratados después de igual manera que cualquier otro residuo inservible. Quedaban para siempre dentro del túnel cero, reconvertidos en lo que quizás siempre habían sido, energía fría y oscura, invisible e intangible, a la cual no obstante el genial Zaplen había conseguido condensar y encapsular.

   Pero lo que todavía nadie había podido conseguir era detener la imparable descomposición orgánica que acababa finalmente en la muerte. Las copias energéticas siempre resultaban en todo idénticas al original, estuvieren en el estado que estuvieren. No se había encontrado modo de mejorarlas dentro del túnel cero, de modo que posteriormente pudieran regenerarse organismos más jóvenes y  saludables que el original. Ni aún con la energía fría podía vencerse a la muerte.

    Leo contó hasta cinco y abrió los ojos. Abrió su cabina y saludó a todos los presentes en la Sala de Control. Enseguida se le acercó su ayudante Prado con la tableta en la mano, presto a recibir órdenes.  

 -¿Alguna novedad?-, preguntó Leo  

 -Ninguna importante, señor. A las once le toca a usted dar hoy la clase de Estructuras Vacías a los nuevos Ingenieros. También le ha llamado el señor Ching Hon, de Maewest, al parecer un poco disgustado por no encontrarle aquí, pero no dejó ningún recado. Por lo demás, sin incidencias notables en el servicio. En su pantalla tiene todos los informes.

   -Muy bien, Prado, gracias. Cancela lo de mi clase, ¿quieres? Dile a la señorita Santos que se encargue ella. Subiré dentro de un momento a ver al Presidente y no quisiera ser interrumpido, ¿de acuerdo?

   - Como usted diga, señor-, dijo Prado asintiendo a cada frase.

   Leo se dirigió antes a su despacho para echar un rápido vistazo a los informes del día. Como le había dicho su ayudante, nada importante. Los flujos de viajeros eran los normales, el rendimiento económico era inmejorable y solamente podía verse el dato preocupante de que la energía fría acumulada seguía aumentando sin parar, aunque todos confiaban en que el ciclo cambiaría y se llegaría a algún tipo de equilibrio. Todavía arrastraban tras de sí siglos y milenios de acumulación de residuos que se deberían eliminar, aún a costa de producir más energía de la que se podía consumir. Quizás su proyecto de ampliar el biocarril al espacio exterior solucionara el problema. Allí estaba la inmensidad sin fin y Leo sabía ya que había una forma de irradiar túneles cero hacia otros planetas y satélites. Nadie hasta ahora  había conseguido evitar que la energía fría del túnel cero se fusionara con la energía fría inherente a todo el Universo. En nuestra atmósfera eso había resultado relativamente fácil para el doctor Zaplen, pero fuera de ella la energía fría no resultaba fácil de condensar, encapsular y dirigir hacia un destino concreto. Leo ya sabía cómo, aunque no era momento todavía de darlo a conocer.


  
Subió al ascensor completamente acristalado y pulsó el primer botón hacia la cúpula donde se encontraba el despacho del Presidente. Cuando se abrió la puerta encontró a Nadín que lo estaba esperando.

   -El Presidente ya sabe que está usted aquí. Desea verle enseguida.

   -Gracias, Nadín-, dijo Leo

   La mujer lo acompañó hasta un magnifico arco soportado por columnas de mármol áureo que señalaban la entrada al despacho. Leo se demoró unos instantes antes de entrar; Nadín finalmente se volvió a su puesto dejándolo solo bajo el arco de mármol.

   -¡Vaya! ¡Leonardo Flores! Por fin llega usted. ¿Conoce al señor Ching Hon?-, dijo el Presidente avanzando hacia él para estrecharle la mano y señalando a un hombre sentado a su derecha que miraba  distraídamente los grandes ventanales. Estaban a ochocientos metros de altura y no había gran cosa que ver, salvo un infinito cielo azul, límpido y cristalino.

   -No personalmente- contestó Leo mirando al hombre, -aunque creo que ya hemos hablado alguna vez-, estrechó la mano del Presidente y se dirigió para hacer lo mismo con Ching Hon

   -El señor Ching Hon es el responsable del biocarril de Maewest- dijo el Presidente. -Ha venido porque dice que tiene algo muy importante que contarnos. Yo le sugerí que si tan importante era quizás debiéramos reunir al Consejo, pero él insistió mucho en que primero deseaba hablar con nosotros dos solos.

   El Presidente sonrió amable al hombre que estaba sentado y le hizo un gesto con las cejas para animarle a hablar.

   -Encantado de conocerle, señor Flores-, dijo Ching Hon sonriendo también. Se había puesto de pie y lucía un porte imponente e inmaculado traje de una sola pieza. Leo ocultó la sonrisa cómica que las vestimentas de Maewest le provocaban.

   -Soy todo oídos, señor-, dijo Leo ateniéndose al protocolo.

   -Verán, señor Flores, señor Capa-, comenzó Ching Hon y se dirigió al Presidente por su apellido, siendo quizás el único que lo hacía en toda la Gran Estación. –como ustedes saben, Maewest desarrolló su propio biocarril y desde el principio investigamos por nuestra cuenta todas las implicaciones positivas de este gran invento. Desgraciadamente no tardamos en darnos cuenta también de otras  implicaciones digamos negativas. Me temo que quizás ustedes no son aún muy conscientes de ellas y ese es el motivo de mi visita aquí y ahora.

   -¿Implicaciones negativas? Explíquese, por favor-, pidió Leo con curiosidad.

   -Con mucho gusto- dijo Ching Hon con otra sonrisa. -Verán, la energía fría condensada, que es la base de todos los biocarriles o túneles cero que cruzan nuestro planeta, tiene una particularidad desapercibida que es muy perjudicial para todos nosotros. Tenemos años y años de usarla y aún no se nos hacen visibles sus peligros, pero según nuestras investigaciones, no se tardará mucho en que toda  nuestra especie colapse definitivamente si seguimos como hasta ahora-. Hizo una pausa para observar el rostro serio de sus interlocutores. Se sintió satisfecho del interés que había despertado y continuó hablando.

   -Hemos realizado experimentos intensivos de desmaterialización y materialización de organismos vivos en nuestros laboratorios, siempre con los mismos seres, y sus resultados nos han llevado a una conclusión insospechada hasta ahora. Los organismos vivos recreados después de una desmaterialización parecen en todo  idénticos a los originales, excepto en un detalle fundamental que hasta ahora se nos había pasado por alto: su conciencia ya no les pertenece.

   -¿Cómo dice?- preguntó Leo incrédulo.

   -Lo que oye, querido amigo. Usted mismo ya ha sido desmaterializado en numerosas ocasiones y se le ha vuelto a regenerar a través de su copia energética y la energía fría condensada. Usted cree que es el mismo. Sus recuerdos continúan, sus conocimientos permanecen, su cuerpo no ha variado en absoluto y su ser completo, en fin, no tiene conciencia de que usted ya no es usted. Pero usted ya no es Leonardo Flores.

   -¿Pero cómo puede saber eso?-, preguntó otra vez Leo, ya definitivamente escandalizado e incrédulo.

   -Muy sencillo, señor Flores-, contestó pausado Ching Hon. -Hemos descubierto que la energía fría condensada no está tan vacía como hemos creído siempre. Por increíble que parezca, es el medio natural donde viven y se desarrollan unas extrañas  criaturas con las que hemos topado inadvertidamente. Ellas son, en realidad, las responsables de las copias energéticas. Para hablar con propiedad, ellas son el usted de ahora mismo. Esas criaturas están ahora en todos y cada uno de los seres que ya han sido desmaterializados al menos una vez.

   -Entonces usted…

   -No, amigo-, le interrumpió Ching Hon. -Yo nunca he sido desmaterializado. He viajado hasta aquí por los medios convencionales del pasado. En Maewest aún permanecemos muchos sin desmaterializar y estamos todos determinados a destruir esta aberración.

   -Pero suponiendo que sea cierto lo que usted dice, ¿qué quieren esas criaturas?, ¿qué daño pueden hacernos? No alcanzo a ver la diferencia entre usted y yo, por ejemplo-, dijo Leo, un poco preocupado ya por el tono amenazante y seguro de su interlocutor.

   Ching Hon sacó de un bolsillo disimulado de su traje un pequeño frasco aspersor y roció el ambiente con un líquido rosáceo.

   -Lo que esas criaturas quieren es lo que quiere todo ser vivo, perdurar, expandirse, sobrevivir. No tienen materia, son seres sin cuerpo, pero están endiabladamente vivos y tienen conciencia y propósito igual que nosotros. Quizás las encontramos por azar o tal vez fueron ellas las que nos llevaron a su medio natural, eso no tiene importancia ahora. El caso es que son una amenaza para nosotros porque la tierra toda va camino de convertirse en una gigantesca bola de energía fría condensada donde los auténticos humanos ya no seamos necesarios. Pruebe si no su propia vulnerabilidad. Respire el aroma de este frasco y verá al auténtico ser que anida en usted.

   Antes de que Ching Hon hubiera terminado de hablar, Leo ya sentía horrorizado el efecto que aquel líquido estaba causando en su cuerpo. Se estaba deshaciendo. Miró al Presidente que tenía también los ojos fuera de órbita mientras su cuerpo se volvía poco a poco transparente. Unas últimas imágenes se agolpaban en tropel en su mente. Aquella vez que su padre lo llevó la primera vez al biocarril, y la emoción sagrada que sintió al sentirse desintegrado y entrar en aquel mundo oscuro donde extraños seres sin cuerpo lo acogieron y lo devolvieron después a su mundo en un  nuevo cuerpo formado en extraña simbiosis con aquellos seres. ¡Cómo lo recordaba ahora todo!

   Pero no había más tiempo. El líquido rosáceo había esparcido ya sus partículas psicotrónicas hasta su cerebro. La minúscula mota de energía fría condensada que  vivía allí se estaba disolviendo en contacto con esas partículas, y Leonardo Flores y Sebastián Capa se deshacían y desaparecían lentamente entre agónicos estertores.  Las extrañas criaturas que albergaban sus cuerpos perecían también sin remedio, libres de su soporte orgánico, asfixiadas en el oxígeno de la atmósfera.

   Después la oscuridad total, la nada, el silencio.

   Ching Hon guardó el frasco y salió del despacho con parsimonia en dirección al laboratorio donde se encontraba Tarso. La guerra apenas había comenzado.  

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