Cofre

 

 

El cofre de Abdulhazer

 

   Lo que Luisito no podía sospechar escondiéndose en el hueco de la escalera era que el mundo se volviera negro de repente y todas las cosas perdieran su color y su forma, y la claridad que un momento antes entraba por la ventana de arriba se perdiera de forma tan misteriosa como rápida y sin pestañear.
    Simplemente estaba huyendo de su tía Clarisa a la cual acababa de quitar una cajita reluciente que había encontrado en un cajón de su mesita de noche, debajo de un libro gastado, y que atrajo su mirada apenas la descubrió por su brillo y por la suavidad de sus bordes. Sabía que debía ser algo valioso y que no debía tocarlo siquiera pero su curiosidad podía más que su temor y tomando rápidamente el pequeño cofre entre sus manos lo guardó en su bolsillo y salió sigilosamente de la habitación. Desde el cuarto de baño le llegaban murmullos de grifos abiertos y la voz cantarina de su tía mientras cruzaba el pasillo casi sin rozar el suelo, temiendo que aquella puerta se abriera de pronto y fuera descubierto y desposeído de su tesoro.

    Cuando alcanzó la escalera y llegó a la planta baja pensó que el mejor lugar para abrir la cajita era el pequeño hueco que quedaba tras los peldaños, por ser un rincón escondido raramente visitado y que servía de improvisado desván para almacenar cosas inservibles y sin sitio fijo de momento, pero que luego quedaban allí una eternidad a la espera de ser definitivamente abandonados en el cubo de la basura.
    Cuando Luisito llegó allí y se dispuso a abrir el cofre fue como si en momento y con los ojos abiertos de par en par se volviera ciego pues todo le desapareció de la vista. Ni la pared grisácea, ni el cuadro viejo del marino con su pipa, ni la antigua lámpara de velas de cera, ni tan siquiera sus propias manos que empezó a levantar cuando sintió que perdía el equilibrio consiguió distinguir en medio de aquella sensación extraña que lo envolvía; todo estaba desapareciendo como por ensalmo.

    En el momento que Clarisa Valverde abrió la puerta del cuarto de baño y salió al pasillo enmoquetado, su sexto sentido le advirtió de algún acontecimiento extraño. El pasillo se encontraba desierto y silencioso, como no podía ser de otra manera, su hermano y su cuñada se encontraban fuera y Luisito debía estar por algún sitio jugando, pero el silencio despedía un vago aroma de inquietud que le llegó hasta los huesos.
    -¡Luisito!, gritó Clarisa.
    Nadie le contestó y la tía Clarisa comenzó a recorrer todas las habitaciones abriendo y cerrando puertas, sintiendo que cada vez que llamaba a su sobrino el silencio opresivo que había percibido al principio se volvía más pesado e inquietante. No estaba en la cocina ni en el patio, ni en su cuarto ni debajo de la cama donde a veces solía refugiarse hasta quedarse dormido. No se encontraba tampoco en el salón ni en los cuartos de baño ni en ninguna otra de las dependencias de la casa. Finalmente Clarisa salió a la calle por si encontraba indicios de Luisito o había alguien a quien preguntarle pero todo estaba desierto y silencioso. Todavía eran las primeras horas de una tarde de verano y el sofocante calor no invitaba a ninguna actividad callejera.
    Clarisa no sabía qué hacer, confusa e intranquila. Llamar a su cuñado le parecía precipitado, probablemente todo era una travesura de Luisito y ella no había buscado demasiado bien. Decidió calmarse y esperar, se sentó en uno de los sillones del salón y cerró los ojos atenta al menor ruido que se pudiera producir.
    Le costó serenar su ánimo pero finalmente lo consiguió. Y fue entonces cuando una llamarada cegadora se plantó ante sus ojos aún cerrados y la hizo levantarse de un salto: "¡El Cofre de Abdulhazer!".

    Con un suspiro contenido subió de nuevo las escaleras, llegó a su habitación y abrió el cajón de su mesita: el cofre no estaba aunque sí el viejo y gastado libro que había comprado en un tenderete de La Campana. Había huellas de ligero desorden, como aquella vez que hubo de buscar apresuradamente los pendientes que se había traído de Marruecos para el baile de disfraces y no tuvo tiempo apenas de dejarlo todo como estaba. Se notaba la mano de alguien en aquellos pañuelos vueltos del revés, en el libro desalineado, incluso podía adivinarse el sitio donde debía haberse encontrado el pequeño cofre por las huellas que su propio peso había dejado en los tejidos. Esa mano no podía ser otra que la de Luisito y mientras Clarisa observaba todo esto unos recuerdos comenzaban a apoderarse de su mente. Se sentó un momento en la cama, ya más tranquila y creyendo adivinar lo sucedido, y dejó que sus recuerdos afloraran libremente...


    Hacía ya más de siete meses que ocurrió y Clarisa no podía olvidar del todo aquella víspera de Reyes que decidió ir de compras a buscar unos regalos para su sobrino. Estaba el cielo gris y amenazando lluvia pero se enfundó en su gabardina y se colgó el paraguas al hombro sin hacer caso de las inclemencias del tiempo. Decidió tomar el coche para evitar la incomodidad de la vuelta cargada de paquetes y lo condujo directamente hasta unos aparcamientos subterráneos del centro de Sevilla. Cuando salió a la calle ya estaban cayendo las primeras gotas de una lluvia fina y fría que no lograba desanimar a la gente que inundaba las calles comerciales. Clarisa no era diferente de la multitud ni de las mujeres en general y disfrutaba con la excitación de la compra. Caminó hacia la calle Tetuán donde había tiendas que visitaba con frecuencia con la intención de mirar primero todo lo que pudiera antes de decidirse. Llegó al final de la calle y torció a la derecha para volver por la calle Sierpes cuando casi se  topó con un tenderete instalado en la acera que consistía sencillamente en una estructura metálica con una base de madera donde se exponían libros usados, antiguedades y libros de ocasión económicos. Se detuvo un momento a observar sin prestar demasiada atención cuando el hombre que estaba a cargo del tenderete le habló.
    -Puedo aconsejarle en algo, señorita-, dijo el hombre.
    -Busco algo sobre historias infantiles-, contestó Clarisa.
    En realidad no pensaba en eso, sus ocupaciones la habían traicionado. El hombre levantó las cejas y encogió los hombros.
    -Lo siento no tengo nada-, dijo. Entonces recordó algo y tomó un libro muy viejo y casi roto de debajo del tenderete y se lo mostró a Clarisa.
    -Bueno mire, este libro lo encontré entre los escombros de un derrumbamiento. Nadie lo reclamó y yo me lo quedé. Me han dicho que son historias infantiles pero no se lo puedo asegurar porque está escrito en árabe. ¿Conoce usted el árabe por casualidad?-, preguntó el hombre.


    Clarisa sonrió e hizo un gesto negativo.
    -Es igual-, insistió el hombre. -Si le gusta poseer libros debería quedárselo. Se lo puedo dejar muy barato y a lo mejor es una joya-.
    Clarisa cogió el libro y lo abrió. Efectivamente parecía escrito en árabe y se encontraba en muy mal estado. Ella jamás podría leerlo pero el hombre había acertado con que le gustaba poseer libros. Pensó que era mejor mostrar poco interés y regatear el precio. Finalmente hubo acuerdo y Clarisa pagó y guardó el libro en su bolso con mucho cuidado.
    Dejó atrás el tenderete y continuó con su paseo pero a pesar de que tenía abierto su paraguas la humedad ambiente se empezaba a sentir sobre todo en sus pies, por lo que pensó que era mejor abreviar en las compras y volver a casa. Se dirigió ya más decidida hacia unos conocidos comercios donde compró algunas prendas para su hermano y su cuñada y también para ella. No tenía muy claro qué regalo hacer a Luisito por lo que no tuvo más remedio que andar buscando por entre las calles repletas de gentes, todas con las mismas prisas y ansiedades. Todavía se encontraba en ese quehacer cuando sintió que alguien le hablaba a su espalda y apoyaba una mano sobre su hombro. A través del cristal del escaparate pudo distinguir la silueta de un joven sonriente.
    -Perdone, señorita, le importaría indicarme dónde se encuentra la Biblioteca-, oyó que le preguntaban.
    La voz sonó clara como el cristal y Clarisa notó que la mano fue retirada rápidamente. Se volvió para ver al hombre que le hablaba y se dio cuenta inmediatamente que algo no cuadraba en lo que veía. La voz le había parecido joven, casi de un muchacho, y lo que tenía enfrente era un hombre ya mayor, un anciano de pelo blanco que a duras penas podía mantenerse en pie. Tenía manos temblorosas e iba vestido de impecable traje.
    -No es esta la calle, señor. Debe tomar la primera calle que ve a la izquierda y luego otra vez a la izquierda. Un poco más adelante la encontrará-, le indicó Clarisa.
    -Gracias, señorita-, respondió el anciano.
    El hombre comenzó a alejarse lentamente y Clarisa estuvo un momento observando su espalda encorvada y su andar dificultoso, extrañada todavía de pensar que había oído la voz de un muchacho y notado una mano nada temblorosa en su hombro. Iba ya a olvidar el asunto y a dar media vuelta para continuar su camino cuando con el rabillo del ojo vio que el viejo tenía problemas para cruzar la calle. Estaba parado ante el bordillo de la acera, dudando cómo bajar, y cuando al fin lo hizo trastabilló y dio con todos sus huesos en el suelo. Clarisa corrió hacia él.
    -¿Se encuentra bien, señor?-, preguntó.
    -Ayúdeme a levantarme, por favor-, dijo el viejo con voz ronca por el esfuerzo.
    Clarisa le ayudó pero volvió a notar algo extraño. En realidad no le había ayudado. El viejo se levantó ágilmente por sí solo nada más que ella lo tocó. No tuvo que hacer el menor esfuerzo.
    -Mire señorita-, le dijo el viejo una vez de pie. -no me encuentro muy bien y tengo que ir a la Biblioteca para consultar algo muy importante. Si usted quisiera acompañarme yo le quedaría eternamente agradecido. Tal vez hubiera alguna forma de pagarle este pequeño favor-, suplicó el viejo mirando al suelo.
    Clarisa se quedó dudando.
    -Lo siento señor, pero llego tarde a mi trabajo-, mintió Clarisa. Estaba de compras y era ostensible por los paquetes y bolsas que portaba.
    -Comprendo, comprendo-, dijo el viejo sin dejar de mirar al suelo. De pronto alzó la vista y sus ojos se encontraron. Clarisa sintió que aquella mirada le traspasaba la piel y le llegaba hasta el corazón. Notó que se emocionaba y sin pensarlo más decidió que iba a ayudar al anciano a caminar hasta la Biblioteca.
    Se tomó de su brazo guareciéndolo bajo su paraguas y caminaron juntos. Hasta entonces no había tenido ninguna aprensión hacia el hombre, sólo vagas dudas. Su manera de hablar y de mirar le decían que no tenía nada que temer de él, pero la torpeza que había demostrado al caerse no casaba con la facilidad con que se había levantado.
    No hablaron nada durante el camino. Caminaron lentamente teniendo Clarisa mucho cuidado de sujetarlo en el siguiente bordillo y hasta que llegaron a la Biblioteca.
    -Debe entrar por esa puerta y encontrará una persona que lo atenderá en lo que desee-, le dijo Clarisa cuando llegaron.
    -Muchas gracias, señorita. Pero antes de que se despida justo es que le agradezca lo que ha hecho por mí- dijo el viejo. -Ahora debo consultar algo pero después quiero volver a verla. Si usted fuera tan amable yo podría hacerle un pequeño regalo que le compensará las molestias-, dijo lentamente y casi en un susurro.
    -No me debe usted nada, señor. Le he ayudado con mucho gusto-, dijo Clarisa.
    -Lo sé, lo sé. No obstante insisto y tengo mis razones. Si me lo permite se las contaré más tarde y verá que nuestro encuentro no ha sido casual-, contestó el viejo alzando nuevamente la vista.
    Esta vez Clarisa le aguantó la mirada, definitivamente intrigada. Nuevamente había tenido la impresión por un instante de que el viejo era algo más o no era lo que aparentaba. Sin embargo, a pesar de su extrañeza, no encontraba nada en él que la inquietara o la asustara. Sólo sentía curiosidad. Decidió que probablemente sería interesante escuchar lo que dijera.
    -Está bien. Ve usted esa cafetería-, dijo Clarisa y señaló un edificio casi al principio de la calle, -estaré allí dentro de una hora-.
    -Mejor de dos, si no le importa-, replicó el viejo. -Lo que tengo que hacer aquí puede tardar algo más-, y abrió la puerta y comenzó a andar de manera vacilante.
    Antes de desaparecer del todo volvió la cabeza y le dijo a Clarisa:
    -¡Ah!, se me olvidaba. Soy árabe y me llamo Abdulhazer-.
    -Encantada, yo me llamo Clarisa-, contestó ella.
    -Sí, sí-, murmuró el viejo ya dentro del edificio.
    Cuando Clarisa quedó sola no supo de inmediato qué hacer ni a dónde ir. Estuvo un tiempo allí frente a la Biblioteca, mirando tontamente la puerta y tratando de poner en orden sus impresiones. Ya era demasiada casualidad en un solo día haber comprado un libro roto escrito en árabe y encontrarse con un viejo que a veces no lo parecía y que además era también árabe. No estaba muy segura de haber hecho bien aceptando la cita, pero tampoco tenía nada urgente que hacer. Casi había terminado sus compras y su intuición femenina le decía que aquel anciano, a pesar de su aspecto maltrecho y desvalido, estaba disimulando su condición y se traía algo con ella. Todavía recordaba su mirada directa y sus ojos claros y amables en los que no se apreciaba ningún sufrimiento, por más que luego su voz y sus gestos eran los una persona mayor débil e incapacitada. Sus últimas revelaciones, además, le conferían un aire de misterio que a Clarisa le llamaba mucho la atención. No era habitual en su vida encontrarse con un  viejo árabe que le decía que ese encuentro no era casual. Por norma desconfiaba de los viejos y no tenía muy buenas noticias de los árabes, pero realmente nunca había conocido a ninguno y éste, sencillamente, no le parecía temible sino solamente extraño, intrigante y misterioso. Le había dicho que quería hacerle un regalo y eso era también un motivo para esperarlo. Quién sabe qué podrían traerle los Reyes Magos este año. A lo mejor hasta era verdad que realmente le hubiera ayudado y quería agradecérselo. Por otro lado Clarisa seguía teniendo dudas. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que el viejo nunca había necesitado realmente la ayuda de ella y todo había sido un pretexto para entablar conversación.
    Finalmente se encogió de hombros y comenzó a caminar hacia unos grandes almacenes. Todavía tenía tiempo de comprar los últimos regalos que le faltaban para su sobrino.
    La cafetería se encontraba atestada de gente en el mostrador, pero por suerte había una mesa vacía cerca de la cristalera y allí se dirigió. Abdulhazer no había llegado todavía pero Clarisa ya había terminado y le apetecía sentarse a tomar un café. Iba cargada de bolsas y paquetes y los fue desparramando como pudo por entre las demás sillas vacías. Ir de compras la fascinaba, no podía evitarlo. Pensó en la cara que pondrían en casa cuando vieran los regalos y sonreía de felicidad.
    Pidió un café y mientras esperaba que se lo sirvieran pudo ver cómo Abdulhazer caminaba hacia la puerta de la cafetería. Cuando entró en el local Clarisa se puso de pie para que pudiera ser vista entre la gente. No sabía si acercarse hacia él y ayudarlo hasta la mesa o esperarlo allí, estuvo dudando un momento hasta que sus miradas se cruzaron y se dio cuenta que no hacía falta. La seguridad que notaba en los ojos de Abdulhazer era lo que más la desconcertaba. Volvió a sentir esa sensación de aturdimiento que tuvo dos horas antes y la curiosidad que había sentido por este hombre, que casi había olvidado con el frenesí de las compras, volvió de repente con toda su intensidad.
    -Buenas tardes de nuevo, Clarisa. Gracias por haberme esperado- le saludó el hombre y a ella no se le pasó por alto que dejó de llamarla señorita.
    -Hola, señor Abdulhazer-, contestó Clarisa y se apresuró a vaciar una de las sillas para ofrecerle asiento.
    -¿Quiere tomar un café?-.
    -Sí, un té mejor, gracias-, dijo él sentándose enfrente de ella.
    Curiosamente aunque era el mismo hombre que Clarisa había tenido que ayudar a caminar, ahora parecía otro. Se le veía sonriente y seguro, casi feliz, y no había tenido el menor problema para llegar hasta la mesa y sentarse.
    El camarero llegó con el café de Clarisa y volvió a marcharse tras el encargo del té. Abdulhazer no parecía tener ganas de hablar todavía pero Clarisa se vio obligada a decir algo para romper el silencio que se había hecho entre los dos. No quiso hacer preguntas personales o embarazosas pero se le escapó de sopetón.
    -¿Quién es usted en realidad, señor?-, y dio un respingo cuando se escuchó a sí misma.
    Abdulhazer no dijo nada. Estaba esperando una pregunta parecida y sonreía. Sus manos se encontraban entrelazadas encima de la mesa y jugaba con sus dedos. Clarisa se fijó en ellos. Se veían largos y delicados, huesudos y morenos, pero no parecían curtidos por ningún tipo de trabajo esforzado ni se le veían temblar de ninguna manera. Clarisa imaginó que como mucho esos dedos sólo habían abierto y cerrado libros, o quizás tocado algún instrumento musical. Tenían una gran movilidad. De pronto esos dedos, que Clarisa veía chocando unos contra otros encima de la mesa, se alzaron hasta el nivel de sus ojos y empezaron a danzar de una manera extraña enfrente de ella y a solo unos centímetros de su nariz. Clarisa no podía apartar sus ojos de las manos de Abdulhazer que avanzaban y retrocedían frente a su rostro describiendo curvas y arcos sugestivos. Cautivada por ese movimiento, sintió que alguna ensoñación se estaba apoderando de ella y la estaba adormilando. Hizo un esfuerzo supremo y consiguió apartar  la vista.
    Abdulhazer seguía sonriendo como si no ocurriera nada, pero Clarisa se alarmó.
    -¿Qué está haciendo usted?-, preguntó Clarisa y en su tono apareció algo de hostilidad y desconfianza.
    -No te alarmes, por favor, sólo trataba de explicarte quién soy yo. Recuerda que me lo has preguntado-, dijo el viejo.
    -¿Cómo dice?-, preguntó la joven sin entender.
    -Soy un Mago, Clarisa, pero no te asustes. Por nada del mundo quiero hacerte daño-, contestó Abdulhazer.
    En ese momento volvió el camarero con el té. El silencio obligado se había hecho opresivo y Clarisa comenzaba a sentirse realmente inquieta y a lamentar haberse dejado llevar por su curiosidad y su fantasía. ¿Qué haría ella tomando café con un viejo árabe que decía ser un Mago?. ¿En qué lío se había metido y cómo podría salir de allí?.
    Cuando el camarero se marchó el silencio continuó largo rato. Aparentemente ambos se encontraban enfrascados en sus pensamientos mientras removían una y otra vez la cucharilla en la taza. Finalmente Clarisa volvió a preguntar.
    -Entonces no es usted tan viejo ni tan débil como dio a entender, ¿verdad?-
    -Es cierto. No soy tan viejo ni tan débil-, contestó Abdulhazer y tomó rápidamente el bolso de Clarisa y sacó el libro viejo que acababa de comprar. Antes de que ella pudiera decir nada asombrada por el atrevimiento, Abdulhazer continuó hablando.
    -¿Te gustaría saber lo que cuenta este libro?-, preguntó.
    Clarisa volvió a coger su bolso abierto y lo cerró poniéndolo en su regazo. La posibilidad de que el hombre que tenía enfrente le pudiera dar información acerca del valor del libro ya había pasado fugazmente por su mente. Naturalmente que le gustaría pero en ese momento le preocupaba más el hecho de que Abdulhazer supiera que ella lo tenía en su bolso. Se preguntó que más cosas sabría este anciano.
    -¿Cómo sabía usted que yo tenía este libro?-, preguntó Clarisa sin responder.
    -Eso no tiene importancia ahora-, contestó. -¿Te gustaría sí o no?-.
    -Por supuesto que sí-, replicó ella casi alterada, -pero eso no le da derecho a hurgar en mis cosas-.
    Abdulhazer soltó una carcajada. Su risa sonó nueva en la variedad de impresiones que Clarisa tenía del árabe y la sobresaltó. No era una risa despectiva ni arrogante, sino franca y hasta contagiosa, pero aún así desconcertante por el rumbo que estaba tomando la conversación. Sin embargo curiosamente se sintió más calmada. Abdulhazer volvió a hablar.
    -No te preocupes, Clarisa, no voy a hurgar en tus cosas-, dijo sonriendo y continuó en un susurro a modo de revelación. -Este libro es tuyo porque lo has comprado, pero también es un poco mío porque es como si yo lo hubiera escrito-.
    Antes de que pudiera decir nada estrechó el libro contra su pecho y cerró los ojos. Sus manos acariciaban las cubiertas rotas y desencajadas.
    -Es como si fuera mi hijo, sabes, es lo único que tengo ya en el mundo, lo único que me importa.-.
    Clarisa tenía muchas preguntas que hacer pero realmente no sabía por donde empezar. Estaba impresionada por las revelaciones del viejo y por el apego que mostraba hacia el libro. Creyó que en el fondo las razones de su encuentro con él no eran otras que la posesión del libro y pensó que la mejor manera de solucionar el asunto era ofreciéndoselo. Después de todo era víspera de Reyes.
    -¡Oh!, no, Clarisa, no has entendido-, dijo él cuando la joven dio voz a sus pensamientos.
    -Debes quedártelo tú, yo ya lo llevo dentro de mí y no me hace falta-, dijo Abdulhazer y continuó. -Sólo quiero ayudarte y protegerte. Este no es un libro cualquiera, tiene algunas peculiaridades que debes conocer-.
    Abdulhazer abrió el libro con mucho cuidado y buscó una página determinada. Comenzó a leer en voz baja mientras Clarisa escuchaba sin entender. No tuvo dificultad en suponer que hablaba en árabe por las veces que lo había oído buscando emisoras de radio. Conforme hablaba parecía formarse un remolino difuso de humo blanco que al principio no era más que una pequeña neblina transparente pero que poco a poco fue espesándose y adquiriendo brillo hasta formar una bola blanca y opaca encima de la mesa. Clarisa retrocedió asustada sin creer lo que veía. Entonces el humo desapareció en un instante y en su lugar, salido de la nada, se encontraba un pequeño cofre dorado y brillante que rápidamente Abdulhazer recogió y cubrió con sus manos.
    Clarisa no se dio cuenta que su boca se había abierto involuntariamente. Estaba maravillada ante lo que había presenciado. Entonces Abdulhazer comenzó a explicarle las peculiaridades del libro. No era un libro de historias infantiles solamente, sino un libro de poder. En determinadas condiciones podía hacer cumplir nuestros deseos simplemente leyéndolos en el libro. Estaba escrito en árabe pero eso no importaba. Bastaba abrirlo y desear que estuviera escrito en cualquier idioma para que su contenido cambiara. Naturalmente había unas condiciones muy estrictas para su uso y también para su posesión. Aunque ella lo había comprado de ocasión esa compra no era casual, como más tarde se le revelaría, y nadie más podía haberlo comprado que no cumpliera las condiciones.
    En ese punto Clarisa lo interrumpió. No sabía qué condiciones eran esas ni por qué ella las cumplía.
    Abdulhazer dijo que era tradición que la noche de Reyes los descendientes de aquellos Magos de Oriente señalaran a quien habría de sucederles. Los Magos ya no eran sólo tres, sino innumerables, y todos debían buscar sucesor en todas las ciudades del mundo. Este año había sido Sevilla y le había tocado a ella. Nadie sabía por qué ni qué fuerzas obligaron a Clarisa a comprar el libro, pero el hecho es que ocurrió. Añadió que él sabía que ella quería ser escritora de cuentos para niños. Su propósito y su intención eran justos y generosos, lo mismo que los de él cuando quiso escribir un libro, y de la misma manera que él recibió ayuda en su momento, ahora la recibe ella. Clarisa debía usar el libro para ese propósito y continuar con la tradición. Llegado el momento ella misma debía buscar otra persona que la continuara y debía hacer que el libro llegara a sus manos. Continuó diciendo que el libro se llamaba El Cofre de Abdulhazer y que él había tomado el nombre del libro porque su verdadero nombre no importaba. Dijo que aunque era muy viejo y parecía a punto de romperse del todo, en realidad era indestructible. Le advirtió muy seriamente acerca del uso que fuera a hacer de las propiedades del libro. Su efecto benéfico podría volverse contra ella si se apartaba de su propósito. Le contó casos dramáticos de personas que después de poseer El Cofre de Abdulhazer habían querido usarlo para satisfacer deseos mezquinos y lejos de los motivos para los cuales se le habían entregado. Habían vivido vidas horribles y presas de pesadillas y obsesiones, y sólo hasta su muerte no pudieron darse cuenta del gran error que habían cometido. En cambio grandes obras maestras y ejemplos de belleza y perfección habían salido al mundo gracias al influjo del libro. Dijo que en el fondo era el alma y el motor de la humanidad, un alma no siempre vista y reconocida más que por los afortunados que podían gozar de la maravilla de su posesión y de participar de esa forma en el gran milagro de la creación.
    Abdulhazer dijo que creía que además del libro existían otros objetos mágicos y poderosos para las distintas artes e industrias del hombre, en cada uno de los cuales se encontraba el espíritu de Dios en sus múltiples formas. Ella era escritora, o quería serlo, de modo que la suerte la había favorecido y el libro de los libros salía a su encuentro. Podía haber sido un cuadro, o un instrumento musical, o tal vez alguna figurilla de madera, pero había sido un libro.
    Continuó diciendo que por medio del poder del libro había podido ver que el alma de Clarisa era bella y sin pecado y aseguró su certeza de que conseguiría su objetivo y lograría escribir bellas y maravillosas historias que encantarían a los niños. Finalizó diciendo que el cofre que acababa de ver aparecer en la mesa era su propio regalo personal de Reyes para ella, el que daba título al libro y la encarnación del espíritu de éste. Dijo que debía conservarlo hasta el momento que tuviera que dar el libro a otra persona. Si alguien lo cogía y lo abría era posible que desapareciera en el acto. Ella podía hacerlo volver cuando estuviera a solas de la misma manera que había hecho él hacía un momento. Le dio algunas instrucciones más acerca de cómo debía coger el libro y cómo abrirlo y se lo entregó de nuevo. Le pidió que siguiera sus indicaciones porque iba a hacer que el libro apareciera escrito en castellano.
    Clarisa cogió el libro sobrecogida y maravillada. Había sido todo tan rápido y tan desconcertante que no había tenido tiempo para pensar. Estuvo escuchando las revelaciones de Abdulhazer en un extraño estado de claridad mental, admitiendo todo lo que él decía sin dudar pero ahora que había terminado estaba volviendo a la realidad y la perplejidad que había sentido en los primeros momentos estaba cediendo el paso a unas dudas mortificantes. Pensaba que si era cierto que el libro tenía esos poderes podía resultar peligroso poseerlo. Miró a Abdulhazer en busca de ayuda y éste le devolvió una mirada comprensiva. Le dijo que era natural tener dudas, que él también las tuvo y que no estaba mal desconfiar. Añadió que más adelante, cuando él se marchara y se quedara a solas, podría meditar en lo que habían hablado y sería libre de actuar como quisiera pero que ahora tenían poco tiempo y él debía terminar su tarea. Le indicó que abriera el libro por la primera página donde se encontraba el título. Las manos inseguras de Clarisa obedecieron maquinalmente y sus ojos se encontraron con unos rasgos árabes que le resultaron incomprensibles. Abdulhazer le indicó que debía mirar el grabado fijamente sin cerrar los ojos y procurara no pensar en nada. Clarisa lo intentó pero era difícil para ella no pensar en nada después de lo que había visto y oído. Sin embargo sus ojos no se apartaron del libro hasta que empezaron a dolerle. Sentía la presión de Abdulhazer empujándola a mirar sin parar y justo cuando ya se estaba dando por vencida e iba a apartar la vista sintió que ocurría el milagro. Clarisa no sabía si fue un momento de distracción o si había dejado de mirar pero el caso fue que en un instante el título del libro se le apareció esplendorosamente claro en un castellano inteligible. ¡Era cierto!. ¡Abdulhazer tenía razón!. Todo el grabado anterior había desaparecido y en su lugar podían leerse en perfectos caracteres latinos El Cofre de Abdulhazer. Miró al hombre fascinada pensando que estaba soñando. El árabe lucía una sonrisa resplandeciente. La animó a ojear algunas páginas del libro pero advirtió que no debía entretenerse porque todavía tenía que explicarle algunas cosas más ahora que el libro ya era suyo del todo. Así lo hizo Clarisa impaciente por comprobar si aquellas páginas que vio en árabe cuando lo compró aparecían ahora en castellano. No tardó mucho en darse cuenta que todo el contenido del libro había cambiado milagrosamente y por lo que podía leer fugazmente no le cabía duda de que trataba de historias infantiles. El alborozo de Clarisa no tenía límites. Su excitación creció hasta el punto que le fue imposible mantenerse sentada. Se levantó de un salto y en su aturrullo casi dejó caer una de las sillas vecinas con las bolsas que contenía. Abdulhazer se levantó también. Mantenía su radiante sonrisa y miraba a Clarisa con ojos brillantes. La joven se sintió invadida de un sentimiento de gratitud y veneración hacia este hombre y se abrazó a él. Extrañamente le habían desaparecido todas sus dudas y ya no le importaba que fuera un viejo árabe desconocido. Abdulhazer bromeó.
    -Cálmate, Clarisa. Van a pensar que formamos una extraña pareja-, dijo y señaló a la barra de la cafetería.
    Volvieron a sentarse. Abdulhazer continuó explicando que no todos los deseos que uno tuviera, aunque fueran justos y generoso, podían ser satisfechos por medio del libro. Dijo que su opinión personal era que el libro era un regalo de Dios a los hombres para transmitirles fe, esperanza y sabiduría. Todos los hombre y mujeres que lo habían poseído a lo largo de los tiempos habían transmitido esas virtudes por medio de sus propias obras inspiradas en El Cofre de Abdulhazer. Continuó diciendo que el título era la única aportación de él al libro puesto que en realidad no tenía ninguno y los tenía todos. Ella podía cambiarlo cuando quisiera o bien dejarlo como estaba hasta el próximo relevo. Dijo que cuando él lo recibió el libro se llamaba La Llama Eterna  pero que decidió cambiarlo en recuerdo del hombre que se lo entregó.
    El cofre que había visto aparecer, que Abdulhazer había guardado en un bolsillo de su chaqueta, tenía otras peculiaridades que también debía conocer. Sacó el cofre y se lo ofreció para que lo viera con detalle. Clarisa lo examinó. Era una preciosa joya de oro. No tenía piedras ni brillantes pero estaba perfectamente pulido y su brillo y sus bordes redondeados atraían la mirada de manera irresistible. Tenía un pequeño cierre y Clarisa preguntó con la mirada a Abdulhazer. Éste asintió con la cabeza y Clarisa abrió la cajita. En su interior no se encontraba nada. Las paredes internas del cofre aparecían igualmente pulidas y brillantes. Volvió a cerrarlo mientras Abdulhazer decía que el cofre en realidad simbolizaba la pureza y la belleza del espíritu contenido en el libro. El cofre era el mismo libro y solamente representaban cada uno por separado lo efímero y lo eterno de la existencia, la perfección y la degradación que existía en todo lo que nos rodeaba. Sin embargo el cofre estaba contenido en el libro y no al revés, recalcó con énfasis Abdulhazer. Para preservarlo de miradas codiciosas ella debía guardar el cofre dentro del libro por el mismo procedimiento que había seguido hacía un momento. Dijo que era importante que no desfalleciera y perdiera la fe. Debía creer, desear y no pensar en nada. De esta manera libro y cofre se convertían en nuestros amigos y en poderosos aliados para cumplir con nuestra misión en la vida. Continuó diciendo que con el cofre uno podía visualizar aquello que imaginamos, incluso inconscientemente. Clarisa podría verse de repente trasladada al País de Fantasía, si lo deseaba, y conocer a todos su habitantes, incluso a la Emperatriz Infantil. Con el libro, en cambio, uno podría encontrar las palabras justas para contar todo aquello que había podido ver. Añadió que él personalmente se sintió inclinado en su vida por contar historias de misterio y que eso le trajo alguna que otra dificultad para poder contar lo que veía, porque había misterios que debían seguir velados. Ella no tendría ese problema porque el reino de Fantasía era abierto y sin límites y podría contar todo aquello que quisiera.
    Abdulhazer echó hacia atrás su cuerpo y estiró los brazos. Clarisa no sabía bien si había terminado o solo se estaba tomando un respiro. Había escuchado atentamente y embelesada todas las explicaciones de Abdulhazer hasta el punto que había perdido la noción del tiempo. Miró hacia la calle y vio que ya era de noche. Recordó entonces que su cuñada le había pedido volver antes de las diez y miró su reloj. Eran las ocho y media. Pensó que de todas formas quería ver la Cabalgata y ya no tendría tiempo porque las calles se encontrarían cortadas. Abdulhazer se dio cuenta del gesto de Clarisa y dijo que sólo quedaba un pequeño trámite, que no se preocupara por su cuñada porque llegaría a tiempo. Ella no sintió ninguna extrañeza de que le adivinara sus pensamientos; todo estaba siendo extraño aquella víspera de Reyes y su capacidad de asombro había sido superada por los acontecimientos. Abdulhazer dijo que de la misma forma que había conseguido cambiar el contenido del libro tenía que lograr ahora visualizar algo a través del cofre. Propuso que lo mejor sería que tratara de ver alguna escena familiar de la vida real que le resultara agradable porque el primer intento debía ser suave y sin sobresaltos. Ofreció de nuevo el cofre a Clarisa y le dijo que lo abriera y mirara su interior de la misma forma que había mirado el libro. Antes de que Clarisa abriera el cofre, Abdulhazer la tomó de la mano y la miró a los ojos. Clarisa sintió de nuevo el aturdimiento que le provocaba la mirada de Abdulhazer. El hombre dijo que si el intento tenía éxito ya no se volverían a ver pero que ella podría saber todo lo que quisiera de él simplemente visitando la Biblioteca. Allí estaban todos los libros que había escrito en su vida. Clarisa protestó pero Abdulhazer no le permitió continuar. Abrió él mismo el cofre y suavemente obligó a Clarisa a mirar hacia el interior de la cajita. Ella obedeció y de inmediato se sintió bañada por la luz dorada que despedía el cofre. Era muy fácil quedar prendida de esa refulgencia que le llegaba a los ojos y la cegaba. Al contrario que con el libro, no le dolían los ojos ni le era difícil mantenerse sin pensar en nada. Toda su atención estaba centrada en las pequeñas paredes planas y lisas del interior de la cajita de donde salían unos rayos que Clarisa sentía como caricias en el rostro. No sabía qué tenía que ocurrir ni cómo cuando recordó que Abdulhazer la había dicho que debía visualizar una escena familiar. De pronto la imagen de su sobrino le vino a la memoria y casi instantáneamente el cofre comenzó a iluminares con luz propia y un cuadro lejano y pequeño empezaba a prefigurarse en su fondo. El cuadro fue creciendo hasta que Clarisa podía distinguir los detalles. Se trataba de su propia habitación en casa de su hermano pero no era un cuadro propiamente dicho pues no se trataba de una superficie sino de un volumen. El volumen continuó creciendo cada vez más hasta que Clarisa sintió que ella misma se encontraba dentro de él y podía distinguir todos los contornos de su propia habitación como si estuviera dentro de ella, pero en ningún sitio definido. Sus ojos podían ver delante y detrás, arriba y abajo, pero no podía verse a sí misma. Entonces se abrió la puerta de la habitación y Clarisa observó que Luisito entraba de puntillas y volvía a cerrar la puerta. Lo vio caminar hasta su tocador y sentarse y verse en el espejo. Estuvo jugando un rato con los objetos que había encima y después se dirigió hacia su mesita de noche. Miró hacia la puerta por si venía alguien, estuvo dudando un momento y por fin se decidió a abrir los cajones. No encontró nada que le pudiera interesar hasta que en el último, después de revolver un poco, dio con un cofre dorado. En ese momento Clarisa quiso hablarle para recriminarle su actitud pero entonces se dio cuenta que no podía articular sonido alguno. Solo le era dado observar sin poder intervenir en lo que veía. Le parecía tan maravilloso poder ver su propia habitación desde una cafetería céntrica que decidió continuar observando a Luisito. El niño había estado mirando el cofre y un brillo de picardía apareció en sus ojos. Miró hacia la puerta que permanecía cerrada y se lo guardó en su bolsillo. Después salió de la habitación de puntillas como había entrado. Clarisa no tuvo dificultad en seguir a Luisito mientras bajaba corriendo las escaleras de su propia casa y se refugiaba en el hueco que quedaba en la planta baja. Lo vio tratar de abrir el cofre y ya no pudo ver más. De pronto sintió como si despertara aunque no recordaba haber cerrado los ojos. La imagen visual que había salido del cofre y había crecido hasta contenerla a ella había desaparecido instantáneamente. Clarisa se volvió a ver a sí misma sentada junto a la cristalera de una cafetería en el centro de Sevilla, pero enfrente ya no había nadie. Abdulhazer había desaparecido. Sólo el cofre, que Clarisa rodeaba con sus manos y que aparecía cerrado de nuevo, era la única prueba de la existencia del hombre y de todo lo que le había dicho. Un repentino sentimiento de urgencia asaltó a Clarisa. Guardó el cofre en su bolso junto al libro y recogió sus cosas y se marchó. Otra evidencia de Abdulhazer le llegó a través del camarero cuando quiso pagar la cuenta. Ya estaba pagada.


    Clarisa no quiso guardar el cofre nuevamente en el libro. Le parecía muy hermoso poseerlo y no veía peligro alguno hasta esta tarde de verano que Luisito se atrevió a abrirlo. Tampoco pensó jamás que aquella primera visión que tuvo habría de convertirse en realidad mientras ella se bañaba. Sin embargo era muy probable que fuera eso lo que había pasado. Tomó el libro entre sus manos y se tendió en la cama. Los recuerdos de la última víspera de Reyes la habían hecho olvidar momentáneamente que Luisito había desaparecido junto con el cofre, pero gracias a Dios que conservaba el libro. Lo abrió con mucho cuidado porque aún seguía medio deshojado y a punto de acabar en mil pedazos. Sin embargo el contenido había cambiado, así como el título. Clarisa tenía especial predilección por unos cuentos árabes muy famosos y por la princesa que los contaba, de modo que llamó al libro La Magia de Sherezade y añadió un subtítulo pequeño y su Príncipe Abdulhazer. Clarisa comenzó a leer en voz baja, sólo para ella, y justo antes de leerlas las palabras iban apareciendo sobre el papel amarillento al mismo ritmo que su voz melodiosa:

    "Yo te invoco a ti, hijo de la pureza, puro tú como el cristalino rayo de la mañana, como la sencilla flor que abre sus pétalos al rocío, como el pajarillo que gorjea entre las ramas de los árboles. Puro tú, sí, y también bello, con una hermosura que rinde las más altas torres y ante cuyo esplendor los más valientes guerreros inclinan sus espadas. Yo te invoco en nombre del espíritu de Abdulhazer, del espíritu de todos los hombres de la Tierra..."

    Mientras Clarisa susurraba estas palabras comenzó a formarse una neblina blanca encima de la cama cerca del libro y de sus propias manos. La neblina comenzó a girar suavemente y a adquirir más consistencia hasta formar la misma bola blanca y opaca que había visto en la mesa de la cafetería. Clarisa sabía lo que tenía que hacer. Dejó de leer de repente y miró directamente a la bola de humo hasta que ésta desapareció y en su lugar apareció el cofre dorado y brillante. Clarisa lo tomó en sus manos unos segundos. Lo posó sobre el libro abierto encima de la cama y continuó leyendo.

    "...Y he aquí que el espíritu vuelve a su ser primero y todas las cosas retornan a lo que eran, para que se cumpla la Ley de Dios, y lo que se fue volverá, y lo que se ha de guardar se guardará..."

    Poco a poco el cofre fue cubriéndose nuevamente de la misma neblina blanca hasta que dejaron de verse sus rayos dorados cubierto por completo por el humo blanco. La voz de Clarisa se fue haciendo apenas audible hasta que un silencio total reinó en la habitación. Entonces Clarisa comenzó a sonreír con ojos iluminados a la vez que el llanto de un niño llegaba desde lejos rompiendo el silencio. El cofre desapareció junto con el humo blanco tragado por el libro. Clarisa se levantó y cerró el libro, lo envolvió en un pañuelo y lo volvió a guardar en el cajón de su mesita. El llanto del niño fue creciendo en intensidad pero Clarisa no se preocupaba. Sabía que era Luisito asustado en el hueco de la escalera y que enseguida que fuera a él se calmaría y se olvidaría de todo.

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