LAS PUERTAS DEL CIELO
Parecía una tarde cualquiera de principio de otoño. Empezaba a refrescar un poco con la caída del sol. Los árboles cimbreaban suavemente sus copas dejando oír un tenue rumor de hojas movidas por la brisa. Algunas ya no resistían el más leve movimiento y se dejaban caer mansamente sobre un suelo todavía reseco y polvoriento por el reciente estío. Otras comenzaban a perder su verdor y se volvían pardas y amarillas anunciando el próximo cambio de estación. Todo el parque María Luisa, con sus frondosos árboles, sus setos, sus arbustos y sus plantas trepadoras parecía prepararse para la llegada del frío y el invierno, pero don Gustavo Peláez, que paseaba indolente por uno de los senderos del parque, pensaba que aún no era tiempo para eso. Sentía en su rostro agradecido el frescor incipiente del otoño después de un verano brutal que parecía que no iba a acabar nunca. Recordaba que de niño prefería mil veces más el verano y el calor que el frío del invierno, pero los últimos años era distinto. Ya no encontraba refugio contra el excesivo calor que lo asfixiaba. Apenas podía salir de casa, escondido casi siempre entre sus cuatro paredes, donde el aire acondicionado zumbaba sin parar día y noche. Pero ahora, sin embargo, pasado ya mediados de octubre, el calor comenzaba a aflojar un poco y por las tardes se aventuraba de nuevo a dar sus paseos y volver a sus antiguas meditaciones.
En la casa no podía meditar en libertad. Se limitaba a realizar algunas tareas del hogar, dormitar mucho y, sobre todo, ver la televisión. Los aparatos eléctricos lo distraían, y como no podía zafarse de ellos, se entregaba incluso con alguna desmesura. El ordenador e Internet lo atrapaban con facilidad. Ni siquiera podía leer, mucho menos imaginar nada, a pesar de que siempre habían sido sus ocupaciones favoritas. Entonces esperaba con ansia la llegada del buen tiempo, es decir, la ausencia de calor, para salir a la calle, pasear por los jardines, admirar los árboles y oír de nuevo el murmullo del agua brotando de las fuentes.
Y así estaba don Gustavo Peláez aquella tarde de mediados de octubre, caminando plácidamente por uno de los senderos del parque María Luisa, a buen resguardo del sol y solazándose después de un largo tiempo de los primeros frescores del otoño. Sus meditaciones enseguida comenzaron a ocuparle la mente de una manera extraña, como siempre lo habían hecho, sin llegar ser consciente en realidad de lo que pasaba por su cabeza, absorbido casi por completo por el entorno, pero en un extraño estado de plenitud física que lo rejuvenecía por momentos. Tenía ya algunos años como jubilado y a veces sentía que se encontraba muy cerca de traspasar las puertas del cielo, pero aquellos paseos vespertinos lo volvían de mente y espíritu a su juventud y lo hacían sentir con ganas de dar la vuelta, no traspasar aún esa puerta, y seguir caminando un rato más por los senderos de la tierra. Luego volvía a casa y entonces era otro día.
Estaba solo en el mundo. Hacía ya años que su esposa lo dejó después de una estéril lucha contra el cáncer. De alma y de mente, aún la sentía con él, pero estaba solo. Sus hijos también se fueron, no del todo, por suerte, pues aún seguían por el mundo, pero en otros caminos y con otros destinos. De modo que estaba solo y ya se había acostumbrado. Sólo le quedaban sus meditaciones y su contemplación del mundo, que por suerte nunca lo agotaban. Y esas puertas del cielo que a todas partes lo seguían
─Por favor, señor, ¿puede ayudarme?
Don Gustavo apenas se dio cuenta de que había dejado de caminar y se había sentado en un banco de una glorieta del parque. Estaba ensimismado mirando unas palomas arrullarse unas a otras sobre las altas ramas de una palmera cuando una chica no muy bien vestida se le acercó para pedirle algo. Tardó en darse cuenta de lo que pasaba, pero al fin miró a la joven, molesto por haber sido interrumpido. Ya suponía que la joven le pediría algo de dinero, tal vez para un bocadillo, y cada vez que se encontraba en esa situación recordaba las palabras de Nietzsche sobre los mendigos: “Molesta tanto darles como no darles”. Pero siempre había sido un hombre educado y sin decir nada se echó mano al bolsillo para buscar algunas monedas. La joven entonces negó con la cabeza:
─No, por favor. Se trata de mi madre. ─dijo, y señaló a una mujer tendida en el suelo a poca distancia de donde se encontraban.
Don Gustavo se incorporó de inmediato.
─¿Qué le pasa?
─No sé. Se ha desmayado y necesito que alguien me ayude. ¿Tiene usted teléfono móvil?
─Sí, claro. Pero vamos a verla. Tal vez pueda ayudar en otra cosa. ─Y ambos fueron rápidamente hacia donde estaba la mujer tendida en el suelo.
Don Gustavo observó a la mujer. Estaba como dormida, con el rostro un poco contraído tal vez por un fuerte dolor repentino. No estaba consciente, pero respiraba. Le tomó el pulso, presionó suavemente su abdomen en varios puntos, le abrió los párpados. No tenía las pupilas dilatadas. Parecía todo normal. No podía hacer mucho más.
─Esta mujer necesita ser llevada a un hospital con urgencia. Quédese con ella mientras llamo pidiendo ayuda.
─¿Pero sabe qué le ha pasado? Estaba tan bien y de pronto se ha desplomado.
─Puede que haya sido una simple lipotimia, o tal vez un infarto. Pero hay que hacerle pruebas en un hospital. Quítese esa sudadera y póngasela bajo la nuca. Enseguida llegará la ayuda.
Don Gustavo tomó su móvil y llamó al 061, explicó la situación y dónde se encontraban. Después volvió con la joven y su madre.
La mujer seguía inconsciente, pero respiraba regularmente. La chica le había tomado las manos sobre su pecho.
─Tranquila. Todo va ir bien. La ambulancia está al llegar. Dígame, ¿su madre tiene algún problema de salud, algo de corazón?
─No, que yo sepa. Hacía años que no nos veíamos. Habíamos quedado para hablar y enseguida le pasó esto.
Don Gustavo observó a la chica más detenidamente. No estaba en realidad mal vestida ni parecía una mendiga. Su primera impresión lo traicionó. Se la veía muy preocupada y parecía una chica formal que no necesitaba nada, salvo que alguien la ayudara con su madre.
Don Gustavo volvió a tomarle el pulso. Parecía normal. Esperaron un tiempo interminable hasta que llegaron los del SAMUR, revisaron sus constantes vitales, recogieron a la mujer en una camilla y se la llevaron. La chica se fue con ellos, no sin que antes don Gustavo le dejara una tarjetita para que “por favor llámeme para decirme cómo sigue su madre”. La joven recogió la tarjetita, le dio las gracias y se fue con ellos.
Y así fue como don Gustavo Peláez, jubilado y solo en el mundo, vio interrumpido su paseo aquella tarde de mediados de octubre en la que de pronto se vio inmerso en una situación de emergencia ante una mujer que tal vez se encontraba, como él solía decir de sí mismo, ante las puertas del cielo, sin saber aún si las llegaría a traspasar para siempre jamás o si, por el contrario, seguiría acompañando a su hija por los senderos de la vida.
No olvidó el incidente, pero lo aparcó entre sus recuerdos y siguió sus rutinas y sus meditaciones. Las experiencias de vida son únicas y preciosas; son nuestro tesoro sin importar el signo que tengan. Las famosas puertas del cielo siempre estarán ahí, enfrente o a nuestro lado, pero no debe haber ninguna prisa por cruzarlas. Tampoco importa mucho cuánto se haya podido acumular para ese momento. De todas formas, habrá que devolverlo todo. “Me iré desnudo, como llegué”, decía Machado. Y así, lo importante no es lo que se tenga, sino las emociones que se viven y solo mientras se viven.
Una tarde, que don Gustavo se disponía a salir a caminar por entre fuentes, árboles y jardines con los que acompañar su soledad, antes de eso llamaron a la puerta.
─Buenas tardes, señor. Perdone que me presente así.
Don Gustavo reconoció a la chica del parque. Iba acompañada de una señora mayor a la que también reconoció como su madre desmayada.
─No importa, señorita. Me da mucho gusto de verlas otra vez. ¿Cómo sigue usted, señora? Se la ve muy recuperada.
─Así es, señor. ─contestó la mujer. ─Gracias a Dios que no fue nada grave. Y también gracias a usted. Venimos a presentarle nuestros respetos y ofrecerle un recuerdo como gratitud.
─Por favor, si yo no hice nada. –dijo Don Gustavo mientras miraba de forma inquisitiva a la mujer que le hablaba. Le traía recuerdos de algo exótico y misterioso, tal vez por su hablar mesurado con un extraño acento extranjero, o quizás por la extraña serenidad que parecía emanar de su ser, que no tenía nada que ver con la mujer contraída de dolor que había visto desmayada en el parque.
─¿Les importaría pasar y tomamos una taza de té mientras charlamos? ─preguntó don Gustavo─ Me gustaría que me contaran qué les pasó en el parque.
La madre, que se presentó como Ana Santisteban, dijo que ella y su hija Carolina aceptaban encantadas el ofrecimiento.
─Yo también estoy encantado de volverlas a ver. Mi nombre es Gustavo Peláez, pero pasen, por favor, acomódense que enseguida preparo el té.
─ ¿Y usted, tiene hijos?, ─preguntó Ana mientras él removía los utensilios de cocina.
─Sí, los tengo, y estarán por ahí, viviendo sus vidas. Seguimos en contacto, claro, pero ya no me necesitan y yo a ellos tampoco, si le digo la verdad. Ahora somos como compañeros de vida que hemos compartido algunos años juntos. Tenemos una camaradería que permanecerá mientras vivamos, pero ya sabemos que la familia es solo una casualidad muy bonita. La realidad es que estamos solos, nacemos solos y morimos solos. Creo que esas son las experiencias que más importan.
─Bueno, díganme. ¿Qué ocurrió en el parque? –preguntó Don Gustavo a las dos mujeres, cuando ya había servido el té y los tres estaban cómodamente sentados en el saloncito.
─No lo creerá, señor Gustavo, ─contestó la mujer mayor─, pero lo que me ocurrió tuvo mucho que ver con usted. Cuando lo vi en el parque sentado en aquel banco lo reconocí enseguida y no pude resistir la impresión. De pronto me faltó aire en el pecho y me desmayé. Afortunadamente no fue nada y enseguida en el hospital se me pasó todo. Luego me contó mi hija lo que hizo usted.
─No, no, insisto que yo no hice nada. Pero, ¿cómo es que me reconoció? Que yo recuerde era la primera vez que la veía. ¿Me conocía usted?
─Claro que sí. Comprendo que usted no me recuerde. Han pasado más de 40 años. Tal vez, cuando vea lo que le traigo pueda reconocerlo y comprender la impresión que me llevé al verle.
Ana Santisteban abrió su bolso y sacó un objeto dorado y brillante que depositó en la palma de su mano y se lo ofreció al hombre. Don Gustavo lo tomó con cuidado y lo examinó. Era un precioso broche de oro, una joya en miniatura que pretendía ser una puerta sobre una montaña dorada flanqueada de un arco de pedrería y brillantes simulando las estrellas del cielo.
─Es la Puerta del Cielo, ¿no la recuerda? –preguntó Ana Santisteban mirando fijamente al hombre.
Don Gustavo palideció atónito ante la visión del objeto. Un torbellino de recuerdos asaltó su mente. ¿Cómo era posible? ¿Y quién era esa mujer?
─Usted regaló esa joya a su esposa hace más de cuarenta años, pero la perdió en uno de sus viajes ─dijo Ana.
─ ¿Y cómo sabe usted eso?
─Yo solía limpiar su habitación de hotel cuando la encontré y sabía que era de ustedes, pero ya se habían marchado y no pude localizarles. No quise entregarla en recepción y egoístamente me la quedé. La he guardado con amor todo este tiempo. Es una joya mágica, ¿sabe? Me hace soñar. Incluso soñar con usted, especialmente. Ahora por fin se la devuelvo con mis disculpas y todo mi agradecimiento.
Don Gustavo permaneció en silencio observando la joya y rememorando el momento que se la regaló a su esposa. Recordó también aquel viaje al Caribe cuando la perdieron y revolvieron cielo y tierra sin encontrarla jamás. La mujer y su hija Carolina esperaban en silencio.
─No pueden imaginar lo que representa esto para mí. ─dijo al fin don Gustavo. ─A mi esposa y a mí nos unía el hecho de que esta joya era nuestra promesa de amor, mucho más poderosa que cualquier sortija, que duraría hasta que las puertas del cielo se nos abrieran para ambos. Pero ella se fue antes y yo tuve que seguir en el mundo. Olvidé la joya, pero me quedé con el sentimiento, y desde entonces algo equivalente a esta Puerta del Cielo se me representa en todas partes. Les estoy infinitamente agradecido por habérmela traído de nuevo. ─alzó la cabeza y sus ojos brillaban acuosos por la emoción.
Ana Santisteban no pudo resistir el impulso de apoyar su mano sobre el hombro de don Gustavo.
─Siento mucho la pérdida de su esposa y no haber devuelto la joya en recepción. Es usted un buen hombre y no merecía que le pasara esto. Perdóneme, por favor.
Y Ana y su hija se despidieron con una sombra de preocupación en sus ojos porque ambas tuvieron la impresión de que las puertas del cielo tal vez pudieran abrirse peligrosamente para don Gustavo y éste no tuviera ya fuerzas suficientes para seguir rechazándolas.