Arabescos
Él no lo sabía, pero dibujaba arabescos y lo hacía bastante bien. Un
hombre quizás tosco, de frecuente malhumor, bebedor de cerveza, que tenía sin
embargo unas manos con una sensibilidad y delicadeza sorprendentes con las que dibujaba
arabescos sobre el cuerpo desnudo de su mujer. No lo hubiera sabido nunca, de
no ser porque su mujer un día se lo dijo. Dibujaba arabescos bellísimos,
simétricos y perfectos, con una geometría distinta en cada zona del cuerpo.
Ella, que era experta en Bellas Artes, sentía los dedos de su marido recorrer
su cuerpo y era como si estuviera viendo en un cuadro el dibujo que creaban.
Veía el cuadro completo y se admiraba de su belleza y perfección. El hombre no
la creía. No era consciente de haber dibujado nada y ni siquiera estaba seguro
de lo que era un arabesco. Trató de imaginarlo y lo único que pudo visualizar
eran cancelas andaluzas con los hierros curvados formando dibujos. Era
imposible que él dibujara arabescos. Tenía que ser otra cosa. Pero un día ella
misma le volvió a decir que dibujaba arabescos, “justo en este momento, mira lo
que hacen tus dedos”, le susurró. Y él, abrazado desnudo a su mujer desnuda,
fue consciente por primera vez de lo que sus dedos hacían sobre su espalda y entre los cabellos enredados de
su mujer. Sin saber cómo lo hacía o de dónde le venía aquel impulso, el
marido pudo al fin darse cuenta, guiado por su mujer, del recorrido matemático de sus
dedos, y comprender ese estado que tantas veces había vivido
inconscientemente de ternura, amor y sentido de la belleza, que lo convertían a uno en un extraordinario artista capaz de expresar los más sutiles y
delicados sentimientos. Sin embargo, se aburrió pronto de pensar en
sus propios arabescos. Era más interesante dejarse llevar olvidándose de todo sin
pensar en nada. A su mujer le dio igual que no quisiera hablar, mientras su marido siguiera
dibujando en su cuerpo de aquella manera.
Ella también dibujaba arabescos y, lo mismo que su marido, no lo sabía. Lo
hacía mientras bailaba sevillanas y movía sus manos y sus dedos en el aire
creando figuras rebosantes de gracia y donaire. Incluso su cuerpo se
contorsionaba hacia un lado y otro, o arriba y abajo, formando el arabesco
final que los incluía a todos. Su marido, concebido y parido en Sevilla, se
consideraba a su pesar un extranjero en su tierra, puesto que nunca tuvo
arte para bailar la sevillana como lo hacía su esposa. Sin embargo, admiraba
embelesado los ires y venires del baile con los que su mujer dibujaba arabescos
en el espacio. Él también veía el baile como si fuera un cuadro completo,
dibujado esta vez sobre un lienzo de tres dimensiones.
Pero ella, igual que él, no era consciente de los arabescos que dibujaba con sus manos, sus pies y su cuerpo, y si alguna vez él se lo advertía, el arabesco acababa desdibujándose y perdía la gracia.
Igual que su marido, la esposa prefería entregarse al baile sin ser muy consciente de lo que hacía y de cómo lo hacía. La sensación de soltar su cuerpo al ritmo de la sevillana la embriagaba mucho más que cualquier cosa.